¿Qué saben los ricos de la vida?, tienen que conformarse
con lo que les cuenta la televisión. Charles Bukowski
Si tuviera que definir a un gran autor contemporáneo, repetiría lo que dice el catalán Enrique Vila-Matas en alguna de sus múltiples novelas meta-literarias (esto es, novelas que sólo hablan de otras novelas, y que parecieran reescribir siempre la misma novela): que sigue al menos cinco líneas características: “intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza” (Dublinesca).
Ese sería, por ejemplo, el caso de Jesús Urzagasti, acaso el máximo escritor que haya dado Bolivia. Víctor Hugo Viscarra, como es obvio, no comparte, a lo sumo, más que uno de esos rasgos: el de la ruina moral. Y, sin embargo, su obra prende y engancha de un modo casi instintivo, y la razón es sencilla: interesa como caso. Es decir, como testimonio o espécimen que está más allá y por encima de la literatura misma. (La literatura, sin duda, no puede ser un fin en sí mismo, sino un medio para conectarnos más plenamente con la vida, hacernos más humanos, más ricos: mejorarnos).
Y es que hay un rasgo en Viscarra que es propio de todo lumpen iluminado, de Diógenes a Bukowski, de Empédocles a Genet, que funciona como una suerte de escudo metafísico –a veces histérico- interpuesto entre la realidad cotidiana y los mecanismos de asimilación de la misma, un filtro sin el cual ni un mínimo de equilibrio sería posible. Ese filtro consiste en el hecho de reírse de todo, incluso de las cosas más espantosas. Si el resultado, a veces, parece una caricatura más que un reflejo de las sociedades que retrata, es solo porque están suprimidas las metáforas innecesarias, las fábulas piadosas.
Los recursos narrativos, a partir de allí, generan su propia retórica grotesca, pero la retórica se disuelve frente a la brutalidad de los hechos. Entonces el lenguaje balbuceante se vuelve al mismo tiempo preciso: otra lógica entra en juego. Y esa confluencia produce los mejores momentos de un testimonio vigoroso y acaso sorpresivo sobre una categoría de paria.
Es el mundo que conoce Viscarra, que en el papel de personaje de autor es ante todo un cínico sin miedo, y también un perdedor absoluto. Con la lucidez implacable de los fracasados. Un alcohólico no depresivo –aunque vulnerable– al que la sociedad convirtió en un duro. Alguien que hizo carne el aforismo de Kafka: “en la lucha entre el mundo y tú, ponte de parte del mundo”.
El humor es el arma secreta de Viscarra y funciona como una protección contra los acontecimientos de hierro que lo rodean. Una risa que no por impotente deja de ser desesperada, de la que el texto se adueña casi sin que el lector se dé cuenta de que a través del mismo pierde contacto con la realidad documental que dilapida.
El objeto de esa risa, pareciera, radica en lograr un efecto de anestesia progresiva capaz de generar en el lector el mismo distanciamiento respecto a la decadencia sin remedio que se ha generado en su submundo. La renuncia al sentimentalismo y la empatía se hace en nombre de otra forma de catarsis, no en contra de ella. La catarsis propuesta se vale de la risa para quitarnos la desesperación –a veces el horror– de lo evidente. Pero el humor, si bien involuntario como el llanto, la piedad o la lástima, es hijo del intelecto, no de las pasiones. De ahí su audacia. Porque exige una responsabilidad sobre las consecuencias de sentirnos liberados del miedo de la que el llanto y la piedad suelen eximirnos.
El que llora y se apiada de la desgracia ajena está temiendo la propia, con lo que refiere todo el universo del relato a sí mismo. Su narcisismo, sin embargo, le es perdonado debido a que se siente parte del género humano y reconoce su debilidad frente a la fuerza sobrehumana de la desgracia.
El que se ríe hace la operación contraria: se desvincula del miedo (en vez de liberarse de él sintiéndolo), lo niega durante el tiempo de la ficción; aunque después tiene que hacerse cargo de que se ha mentido a sí mismo cuando se ha creído omnipotente. Debe volver al llanto, donde sí forma parte de un género humano que no controla su suerte ni decide los motivos de su risa. El sentido de la catarsis por la risa resulta, entonces, la antítesis de la catarsis por el llanto, la lástima y la piedad.
En términos generales, la catarsis significa liberarse a través de la ficción del miedo a ser víctima de lo fatal. Siento piedad por aquellos personajes que están siendo desgraciados, porque podríamos estar en lugar suyo. De ahí la empatía. Pero siendo que Viscarra la busca con el humor, los lectores se identifican con el personaje que la genera, que es el propio Viscarra. Su mirada con tal desparpajo soporta, urdida desde el desamparo, una profunda dimensión metafísica.
Y de ese modo se desvincula del mundo espurio y discriminador que lo rodea –lo acorrala–; esto es, una ciudad rapaz mostrada con carácter casi documental, para concentrar su capacidad de sufrimiento en su melodrama privado. Es así como su crónica nunca abandona el registro documental para la violencia, porque el cristal de que se vale se parece más al vidrio de una ventana que a una lente deformante. La discriminación lo aliena, pero no lo lleva a la locura. El alcohol lo encierra en su propio universo, pero desde allí puede mirar al universo externo: La Paz –y aún la condición humana– siempre siguen latiendo allá afuera, pudriéndose sin remedio.
Esta jánica decisión de no interrumpir el texto como documento y al mismo tiempo aislar progresivamente al lector de su impacto sentimental, se complementa con la característica artificial de sus diálogos. Es un discípulo de Diógenes el perro dispuesto a no soltar ninguna frase que no suene nihilista, y uno descubre que la realidad de la que su discurso lo resguarda no es más que la prueba última de sus frases invariablemente cínicas.
Además, el personaje confirma con las vidas ajenas lo que al principio quería demostrar anestesiando con fruición la propia: que existe algo peor que la muerte y que se parece demasiado a la falta de sentido. Una fe tan pesimista solo puede ser sobrellevada con humor negro, que es el último color de la risa –y aún del pensamiento– de todo decadente.
Es también, palmariamente, el núcleo de su eficacia y el rasgo metafísico que lo salva. Todo lo que dice son sarcasmos. Su propia filosofía barata es objeto de ironía y pareciera que todo, por agotamiento, lo deja sin discurso… tal vez con excepción del amor.
Pero los seres que él ama tienen vidas fugaces y nunca le pertenecen: son de la ciudad y responden a sus reglas. En verdad, la totalidad de lo que sucede en La Paz le es voluntariamente ajeno, porque absolutamente nada de lo que pasa logra sacarlo de su actitud recalcitrante. Enquistado en el alcoholismo como alternativa al infierno, pareciera que la verdad se le va presentando como uno de esos castigos que nunca hubiera creído posible. Por eso se llena otro vaso, para que la vista de la ciudad no le devuelva el rostro anónimo del asesino. Y todo comience nuevamente.
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