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g. munckel

Un animal hecho de estática

En la más reciente edición de la FIL Cochabamba el autor G. Munckel presentó el libro Un montón de pájaros muertos (Nuevo Milenio, 2024). Del mismo extraemos este cuento que expresa su propuesta narrativa.


Son poco más de las ocho de la noche cuando Juampi ve el resplandor. Es como si hubiera una televisión encendida entre los árboles, un brillo tenue, azulado y cambiante.

—¿Qué es eso? —les pregunta a los gemelos, apuntando con un dedo hacia el sector iluminado.

—Debe ser un guardia con su linterna —dice David, que sigue caminando y haciendo rebotar la pelota, sin darle importancia. Pero Daniel se detiene y mira hacia donde señala su amigo.

—No creo que sea una linterna —dice. Sólo entonces su hermano se para.

—Vamos a ver —propone Juampi, que está cansado luego de jugar básquet durante más de cuatro horas, pero necesita mantenerse ocupado para no sentir ese hueco en el pecho, esa especie de vacío doloroso que le recuerda que ya nada es igual que antes.

Sin siquiera asegurarse de que los gemelos lo estén siguiendo, avanza en dirección a los árboles detrás de la canchita. Los troncos de los pinos, molles y eucaliptos se ven azulados y parecen temblar por el movimiento de ese resplandor como de televisión. A Juampi le parece que la luz proviene de un desnivel en el terreno, un poco más allá, por donde pasa el riachuelo en época de lluvia.

Escucha los pasos de sus amigos unos metros más atrás. Los espera por un momento y, antes de que lo alcancen, sigue andando.

El resplandor disminuye de pronto, como si hubieran tapado la fuente de luz, aunque sin apagarla del todo. Juampi cree saber de dónde proviene.

—Viene de allí —les dice a los gemelos, señalando una pared baja que interrumpe el cauce del riachuelo seco.

—Parece que se estuviera escondiendo —dice uno. Como la voz le llega desde atrás, Juampi no sabe cuál de los dos habló, pero cree que es Daniel.

—O que se estuviera escapando —dice el otro—. Vamos. Rápido.

Los tres chicos aceleran el paso y llegan al borde del cauce. Unos metros a la izquierda está la pared de piedra, con dos túneles de cemento de un metro de diámetro por los que baja el agua cuando llueve. La luz proviene de uno de ellos. Ahora que están cerca, notan que no es azul, sino casi blanca, y que se mueve con un hormigueo constante.

Saltan al cauce y se acercan al túnel con pasos lentos, procurando no hacer ruido. Al principio, Juampi se cubre un poco los ojos con el antebrazo para que el brillo no lo ciegue, pero a medida que su vista se acostumbra, baja el brazo y parpadea, tratando de ver bien y entender qué es esa fuente de luz. No es una linterna, de eso está seguro; se parece más a una televisión, excepto porque no tiene la forma de una. Le da la impresión de que nada la proyecta o contiene. Es como un hueco luminoso, puro movimiento incesante.

—¿Qué es eso? —pregunta.

—No sé —responden los gemelos al mismo tiempo. A veces, sus reacciones están tan bien sincronizadas que es un poco inquietante.

A medida que la mira, nota que la luz tiene una forma definida: un poco ovalada pero con dos picos que apuntan hacia arriba. Como un animalito encogiéndose para protegerse de una amenaza. Todo su cuerpo irradia luz.

—Parece un pokemón cuando está evolucionando —dice uno de los gemelos, a su izquierda. Esta vez sabe que es David.

—¿Es un animal? —pregunta Juampi en voz baja, más para sí mismo que para sus amigos.

—No sé —responde Daniel, a su derecha.

Sin que la fuente de luz se mueva, la intensidad de su brillo disminuye poco a poco y ahora pueden ver mejor su contorno. Es como un gato, o al menos tiene el tamaño de uno, aunque sus orejas son más largas y su cola es mucho más corta. Y brilla, pero la luz que emite no es uniforme; es igual a la estática de una televisión sin señal: millones de puntitos blancos y negros que se mueven sin pausa, una tormenta de nieve eléctrica.

Juampi no sabe si es un animal o un aparato. Sin detenerse a pensarlo, se agacha y avanza a gatas por el túnel. Escucha las voces de los gemelos:

—¡Qué haces!

—¡Cuidado! ¡No lo toques!

Nota que la luz se mueve. Pero es otro tipo de movimiento, no el de la estática; es como si estuviera retrocediendo.

—Tranquilo —le susurra Juampi a esa figura luminosa mientras estira un brazo para tratar de alcanzarla. Le parece que está temblando, que tiene miedo. La roza con los dedos y siente un hormigueo al tocarla.

Se acerca más, tumbándose boca abajo dentro del túnel. De nuevo, estira el brazo hacia la luz, y esta vez la acaricia con toda la mano. Siente un cosquilleo en la palma, como una ligera corriente eléctrica, pero tan leve que es agradable. Juampi entiende que esa luz es un ser vivo, es como un animal hecho de estática. Y le parece que su contacto lo tranquiliza de algún modo, porque nota que ha dejado de temblar.

Estira el otro brazo y, poco a poco, acerca ambas manos para agarrarlo. Primero lo acaricia, sintiendo ese agradable hormigueo cada vez que lo toca. Luego lo atrapa y, con mucho cuidado, lo jala hacia sí. Se resiste un poco, pero de una manera que Juampi nunca antes había experimentado. No es peso, sino otra fuerza lo que usa para oponer resistencia. Al final, se relaja y se deja agarrar.

Juampi retrocede como puede, procurando no asustar al animalito. Cuando sale, los gemelos lo miran boquiabiertos.

—¡Qué carajos es eso! —suelta Daniel, con la vista clavada en esa mancha de luz que Juampi carga en sus brazos.

—¿Está vivo de verdad? —pregunta David.

—Creo... creo que sí —responde Juampi—. Es como un gato, no sé. Miren. Tiene orejas de gato, pero más largas. Es como tocar electricidad.

Sus amigos se miran entre sí y, como si estuvieran sincronizados, estiran sus manos temblorosas hacia él, pero las retiran al mismo tiempo ni bien lo tocan.

—¡Qué carajos…!

—Es muy muy raro. Es como si te pasara corriente.

Los tres se quedan en silencio, quietos, pendientes de lo que intente hacer ese animal. La luz que emite los ilumina como una televisión en un cuarto oscuro, y se proyecta un poco más lejos, pintando de un azul leve la tierra y los árboles a su alrededor.

—¿Qué hacemos? —les pregunta Juampi tras una larga pausa— ¿Lo llevamos a su casa?

—No sé.

—Sí.

Sorprendidos por no haber coincidido, los gemelos intercambian una mirada rápida, buscando algún tipo de acuerdo.

—Está bien —responden.

—Creo que tendríamos que taparlo con algo para que nadie lo vea.

Daniel se quita la chamarra y se acerca a Juampi para ayudarlo a cubrir al animal, que se queda inmóvil y los deja taparlo. David, que ahora abraza la pelota de básquet como si cargara otra criatura extraña, los mira un momento y luego da media vuelta para guiar el regreso a casa.

 

 

Mientras caminan, Juampi se da cuenta de que el animal que atraparon no pesa nada. Tampoco emite calor, como si no tuviera temperatura propia. Se siente como si estuviera sosteniendo una porción más espesa del aire. Sin embargo, el cuerpo que carga en sus brazos es sólido e incluso tiene un volumen definido, pero aparte de eso y de la luz que se filtra por debajo de la chamarra, sólo siente un hormigueo en los sectores de su piel que lo tocan.

Ahora que ya lo atrapó, que ya no está ocupado con la idea de perseguirlo, vuelve a sentir que ese hueco negro en el medio del pecho se expande, apoderándose incluso de su cabeza. Piensa en su padre, pero no quiere hacerlo, no ahora. Trata de concentrarse en ese animal de estática que lleva a la casa de sus amigos, donde se va a quedar a dormir, como tantas otras veces. Sólo que esta vez la idea fue de sus padres, para ver si eso ayuda a distraerlo y levantarle el ánimo, a que las cosas vuelvan a la normalidad. Pero él sabe que eso no es posible.

            —¿Dónde lo vamos a ocultar? —se le ocurre preguntar a modo de romper el silencio, de llenar ese vacío que crece en su interior.

            —En el ropero —responden los gemelos. No es sólo la respuesta sincronizada, sino incluso el tono de sus voces, idéntico, lo que a Juampi le parece un poco inquietante.

            —Es raro cuando dicen lo mismo al mismo tiempo.

            —Somos gemelos —dicen, de nuevo a la vez, como todas las veces que dan esa respuesta.

            —Bueno, entonces en el ropero.

            Por un momento, Juampi piensa en si deberían avisarles a sus padres (a los suyos, a los de los gemelos) que encontraron una criatura extraña y la están llevando a casa. Pero descarta esa idea tan rápido como se le ocurrió. Y, ya que sus amigos tampoco lo sugieren, prefiere dejarlo pasar.

            —¿Me prestas tu Game Boy para jugar esta noche? —le pide David, dando por zanjado el tema de dónde esconder al animal.

            —Sí, pero no empieces un nuevo juego; necesito entrenar a mi Quilava para que evolucione de una vez.

            —Bueno.

            —¿Qué creen que coma? —pregunta Daniel.

            Los tres se detienen un momento, pensando en silencio.

            —No sé —dice Juampi, reanudando la marcha—. Podemos ver qué hay en su cocina y probamos algunas cosas. Un poco de carne y algunas verduras.

            —¿Creen que sea carnívoro? ¿Y si es peligroso?

            Se detienen otra vez, mirando el bulto que Juampi lleva en brazos. Unos pocos haces de luz se escapan hacia abajo, filtrándose entre las partes que la chamarra no llega a cubrir, iluminando el empedrado.

            —No sé. ¿Prefieren volver y que lo dejemos donde estaba?

            —No —responden.

            —Bueno, entonces vamos rápido. Cuando lleguemos, lo escondemos en el ropero y le buscamos algo de comer.

 

 

Entran en la casa procurando no hacer ruido para no llamar la atención, pero a David se le escapa la pelota, que rebota en el piso de parqué en dirección a unas macetas.

            —¡Rápido! ¡Suban! —les dice tan bajo como puede mientras se apresura a atraparla antes de que golpee algo.

            Juampi y Daniel suben a toda prisa por las escaleras. Abajo se escucha a la madre de los gemelos gritándoles que no jueguen con la pelota dentro de la casa.

            Ya en el cuarto que comparte con su hermano, Daniel abre la puerta de un ropero y empieza a sacar ropa y juguetes, que tira sin cuidado sobre el piso alfombrado. A Juampi le parece que ya hay espacio suficiente para esconder al animal, pero su amigo sigue sacando cosas, como si buscara algo.

            —¡Sabía que estaba aquí! —exclama por fin, mientras mueve con cuidado una pecera de unos cincuenta centímetros de largo por cuarenta de ancho y cuarenta de alto. Adentro tiene todavía más ropa y todo tipo de cosas.

            —¿Una pecera? —pregunta Juampi, confundido—. ¿Pero para qué la necesitamos? ¿Y por qué tienen una?

            —Bien pensado —le dice David a su hermano al entrar al cuarto.

            Daniel le devuelve una sonrisa y acomoda la pecera en el espacio que liberó dentro del ropero.

            —Teníamos una tarántula… —explica mientras busca alguna otra cosa en la montaña de ropa que quedó en el piso.

            —… pero se nos escapó —termina la frase David.

            Daniel levanta una toalla vieja y la mete en la pecera, dándole forma de cama o nido.

            —Listo. Ponlo aquí —le dice a Juampi, que sigue mirando la pecera sin terminar de entender para qué la necesitan. Su amigo parece notarlo y se lo explica—: Es para que no se escape en la noche. No sabemos si es peligroso.

            Juampi asiente en silencio. Piensa que, de todos modos, el animal podría saltar si se lo propone, pero prefiere no decir nada. Se acerca y, con mucho cuidado, estira los brazos para dejarlo en su nuevo escondite. Lo apoya sobre la toalla y sólo entonces quita la chamarra que lo cubre. El brillo repentino los obliga a apartar la mirada y entrecerrar los ojos.

            —Listo —dice Daniel, cerrando la puerta del ropero.

            Juampi suspira, aliviado. Luego les cuenta a sus amigos:

            —Es raro, pero esa cosa no pesa nada, menos que la pelota de básquet.

            —Bueno, no importa. Ya está a salvo aquí adentro —dice David, apuntando al ropero con el mentón—. Ahora vamos a cenar antes de que mamá venga a reñirnos.

            —Y podemos guardarle las sobras a… a… —sigue su hermano— a esta cosa. ¿Qué nombre le ponemos?

            Se miran en silencio durante unos segundos.

            —¡Jolteon! —dice de repente David, entusiasmado con su idea.

            —¿Qué? —se opone Juampi—. No le podemos poner el nombre de un pokemón.

            —¿Y por qué no? —reclama Daniel.

            Juampi los mira a ambos y se resigna. Sabe que no tiene sentido discutir con ellos cuando están de acuerdo.

            —Bueno, que se llame Jolteon.

           

 

Después de comer y lavar los platos —tarea en la que Juampi ayuda a sus amigos más que nada para mantener su mente ocupada—, suben algunas verduras y un pedazo de pollo, además de un pocillo con agua. David cierra con llave la puerta del cuarto y se acerca a los otros dos chicos, que lo esperan para abrir el ropero.

            El animal de estática está hecho un ovillo en medio de la toalla, como si durmiera, pero levanta la cabeza cuando Daniel le acerca el platillo con las sobras de la cena. Tiene el hocico un poco alargado, más que el de un gato pero mucho menos que el de un perro. Da la impresión de que olfatea la comida, pero no la toca. Juampi le ofrece agua, pero tampoco la acepta.

            —¿Pero entonces qué mierda come este bicho? —pregunta Daniel—. ¿Y si le damos pilas o aparatos eléctricos?

            Juampi está a punto de reír ante semejante ocurrencia, pero se queda callado. No tienen idea de qué es ese animal, nunca habían visto algo así. Es imposible saber de qué se alimenta. Ni siquiera parece tener una boca.

            David se aleja hasta un mueble y regresa abriendo un paquete nuevo de pilas AA. Juampi sabe que las compró para jugar con su Game Boy toda la noche, como siempre hacen los gemelos cuando lo invitan a dormir.

            —Jolteon, mirá —dice David, acercándole una pila al animal, que estira su hocico para olfatearla, como hizo con la comida hace un momento, pero parece que tampoco le interesa.

            Daniel le ofrece un poco de chocolate, Juampi lo intenta con una polilla muerta. Prueban con papas fritas y todos los dulces y chucherías que reunieron para comer en la noche. Luego le ofrecen papel, envolturas de plástico e incluso juguetes pequeños. Pero nada funciona.

            —Bueno —dice Juampi, resignado—, tal vez no tiene hambre. Pero mejor si le dejamos cerca el agua por si más tarde le da sed.

 

 

Pasan algunas horas discutiendo sobre qué puede ser ese animal que encerraron en el ropero. Sin dejar de hablar, comen dulces y se turnan para jugar Pokémon Silver en el Game Boy de Juampi —que David intenta acaparar, arguyendo que son sus pilas—. Cuando el padre de los gemelos les dice que apaguen la luz, siguen hablando en susurros. Pronto, Daniel se queda dormido y su hermano aprovecha la oportunidad para jugar sin que nadie lo moleste.

Juampi, echado en la colchoneta que le instalaron en medio de las dos camas, no puede dormir. Al igual que las últimas tres noches, esa sensación de vacío en el pecho crece y termina por vencerlo. Es un hueco que no consigue llenar con nada por mucho tiempo.

Piensa en su padre, en cómo se sintió al golpearlo en el estómago. Es verdad que lo invadió la culpa, pero eso fue más tarde. Primero tuvo la certeza de que hizo lo correcto —y aún la tiene—; la culpa vino después, quizás esa misma noche, luego del enojo, de la decepción, luego del asco.

Mira su reloj de pulsera, un regalo de su padre que no se quita ni para dormir, y presiona un botón para que se ilumine la pantalla lcd: marca las 2:19 a. m. A su derecha, el resplandor disimulado de una linterna le indica que David sigue jugando con el Game Boy, ahora en silencio. Juampi ahoga un suspiro para no llamar la atención de su amigo. No tiene caso contarle lo que le pasa, no encuentra palabras para describir lo que siente. Y de todos modos asume que los gemelos no lo entenderían; como mucho, compartirían la indignación y el enojo. Pero lo que Juampi siente es más complejo que eso.

Piensa en esa mentira que su padre le dijo hace apenas tres días: que irían juntos a comprar un nuevo juego, y Juampi ya se había hecho ilusiones pensando en Zelda: Oracle of Seasons. Y aunque es verdad que le compró el juego, lo que ocurrió poco después hizo que incluso ese gesto le parezca una mentira.

Cuando se subieron al auto, en lugar de volver a casa, su padre lo llevó a otro lugar. «Quiero que conozcas a unas personas», le dijo.

Era una casa pequeña, bastante alejada de la suya. Una mujer y dos niños salieron a recibirlos cuando tocaron el timbre. Su padre ni siquiera esperó a entrar para aplastarlo con el peso de una verdad que jamás hubiera esperado: «Son tus hermanitos». Juampi se quedó en silencio, mirando a esos dos niños pequeños, a esa mujer que le sonreía amable pero incómoda. Primero pensó que era una broma, pero cuando su padre le insistió en que se acercara a saludar a sus hermanos, Juampi sintió una puñalada de frío hundiéndose en su pecho. Avanzó un par de pasos en dirección a esos desconocidos y luego se dio la vuelta. Miró a su padre a los ojos y entendió que era verdad, que su padre tenía otra familia, y que la tenía desde hace tiempo. Sin decir nada, y haciendo un esfuerzo tremendo para contener las ganas de llorar y gritar, lo golpeó con todas sus fuerzas en la boca del estómago. Luego echó a correr.

Con la vista clavada en el techo, Juampi nota que David apaga la linterna y lo escucha apoyar el Game Boy en su mesita de noche. La oscuridad y el silencio se apoderan del cuarto.

Piensa en su madre, en las ganas de llorar que sintió al verla esa noche. Piensa en ese humillante viaje de regreso a casa, cuando su padre le pidió que por favor no le dijera nada a su madre, que él se encargaría de hacerlo cuando fuera el momento adecuado. «Tiene que ser nuestro secreto. Al menos por ahora», le dijo.

Juampi nunca se había sentido tan decepcionado en su vida. Nunca había odiado a nadie tanto como a su padre ese día. Y, sobre todo, nunca se había odiado tanto a sí mismo como cuando vio a su madre esa noche y descubrió que jamás podría contarle lo que sabía. En ese momento, algo terminó de romperse en su interior. Sintió que la puñalada en su pecho se abría y crecía, dejándole una sensación de vacío insoportable. Ni siquiera toda la furia y la tristeza y el asco que sentía eran capaces de llenarlo durante mucho tiempo.

 

 

Lo despierta un cosquilleo en el pecho. Abre los ojos, pero ve todo blanco. Por un momento, cree que está muerto, o que acaba de quedarse ciego. Pero luego se da cuenta de que es la luz que proviene del animal, que se escapó del ropero y está parado sobre su pecho. Ni siquiera así siente su peso. Sabe que eso no es normal, pero recién ahora que lo tiene encima comienza a inquietarse.

            El animal de estática lo mira, o parece mirarlo con esa cara sin ojos, sin nada más que luz en movimiento.

            Juampi tiene miedo.

            Es verdad que ya habían estado así de cerca, pero no de esa forma. Esta vez, Juampi es el que tiembla. No sabe si tratar de quitárselo de encima o llamar a sus amigos para que lo ayuden. Tiene miedo de moverse y provocar que el animal reaccione mal y lo ataque.

            Pero no ocurre nada. Sólo se miran.

A pesar de que no tiene ojos, Juampi sabe que el animal está despierto y lo está mirando. Se concentra en esa ausencia de cara, tratando de descubrir facciones de cualquier tipo, tratando de entender qué es eso que tiene encima. Pero es como mirar una televisión sin señal: sólo ruido y nieve, sólo estática.

No sabe cuánto tiempo pasan así. No quiere dormir, pero no sabe cuánto más podrá mantenerse despierto. Ni siquiera puede apartar la mirada, es como contemplar el fuego.

Siente una ligera presión sobre el pecho. No sabe cómo, pero entiende que es el animal apoyándose en él, que por fin le permite sentir su peso. No sabe por qué, pero esa sensación lo tranquiliza, lo relaja.

Poco a poco, a medida que el peso aumenta, como si se hundiera en él,  Juampi va quedándose dormido.

 

 

Lo despiertan las voces de los gemelos. Al principio no entiende qué pasa. Hablan los dos a la vez, pero no dicen lo mismo. Por su tono, se da cuenta de que es urgente, pero hace tanto que no dormía así de bien que le cuesta desprenderse del sueño.

            —¡Juampi, despertate, hijo de puta! —dice David, que empieza a sacudirlo—. ¡No está! ¡Jolteon no está!

            —¿Qué? —pregunta por fin. El susto lo despierta del todo— ¿Cómo que no está?

            —¡No está! —le dicen los dos.

            Juampi se incorpora y los mira, alarmado, primero a uno y luego al otro.

            —La puerta del ropero estaba abierta…

            —… y Jolteon ya no está.

            —Lo buscamos por todas partes…

            —… pero no aparece por ningún lado.

Con un movimiento brusco, Juampi se destapa y se pone de pie.

—No puede ser —dice—, tenemos que buscar otra vez. Tenemos que encontrarlo.

Revisan dentro del ropero. Buscan entre la montaña de ropa en el piso, debajo de las camas y también entre las mantas. Se aseguran de que la ventana no haya estado abierta y de que la puerta siga cerrada con llave. Lo buscan en sus mochilas, en el cesto de la ropa sucia e incluso en los cajones de todos los muebles que hay en el cuarto. El animal no aparece por ningún lado.

—¿Y si es invisible en el día? —pregunta Daniel.

—¿Y si la luz del sol le hace daño o… o lo mata? —sigue su hermano.

—No sé, no sé —dice Juampi, que está tan preocupado como ellos—. Pero puede ser. Tal vez es nocturno y sólo se está escondiendo.

—Espero que sí —dice David.

—Pero mejor cerramos las cortinas y dejamos la puerta con llave, por si acaso.

 

 

Recién en el baño, Juampi se da cuenta de que es mucho más temprano de lo que creía. La luz que entra por la ventana hace que todo tenga un brillo amable, cálido. A pesar de que sigue preocupado por la desaparición del animal, siente el bienestar de una buena noche de sueño ininterrumpido. Piensa en eso por un instante, extrañado. Sabe que recién consiguió dormir después de medianoche, pero además cree recordar que se despertó en algún momento de la madrugada. Trata de hacer memoria, pero luego desecha esa idea diciéndose a sí mismo que quizás fue sólo un sueño. Después de todo, lo único que importa es que se siente descansado.

            A un costado del lavamanos, apoya el neceser floreado que su mamá lo obligó a llevar y saca su cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. Suspira, resignado, al ver que incluso es de la misma marca que usan los gemelos. Sabía que no necesitaba traer el suyo. Abre el grifo y deja caer un largo chorro de agua, en el que moja su cepillo antes de ponerle un poco de pasta dental. Se lava los dientes a conciencia y nota que es la primera vez en días que no lo hace con desgano. Cuando termina, guarda todo en el neceser, sin importarle que su cepillo siga mojado.

            Abre el grifo una vez más y se lava las manos. Luego hace un cuenco con ellas para recibir un poco de agua fría y llevársela a la cara. Se la lava con energía y luego se inclina un poco para mirarse en el espejo. Tras unos segundos, descubre algo extraño en su reflejo. Se inclina un poco más y le parece ver algo raro en sus ojos. Los mira con atención y nota un movimiento apenas perceptible pero constante en sus iris.

            Retrocede y sacude la cabeza. Parpadea con fuerza y se frota los ojos. Se acerca de nuevo al espejo, inclinándose todavía más. Lo ve de nuevo: detrás del color café de sus iris hay miles de puntitos que se mueven sin pausa, como la estática de una televisión.

            Juampi sabe que eso no es normal, aunque no siente miedo ni alarma. Lo único que le preocupa es que alguien más lo descubra, pero se tranquiliza diciéndose a sí mismo que es tan sutil que nadie podría notarlo, al menos no a simple vista.

            Y ahora sabe dónde está el animal de estática. Pero decide que no se lo contará a los gemelos, no se lo contará a nadie. Ése va a ser su secreto.

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