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montserrat fernández murillo

Seúl, São Paulo de Gabriel Mamani o la intrusión de lo que llega desde afuera

Texto leído en la presentación de la novela editada Dum Dum el 15 de febrero en el Goethe-Institut de La Paz.

Según el filósofo Jean Luc Nancy, en su ensayo El intruso (2007), lo que llega desde afuera, es decir lo extranjero o lo ajeno, no cesa su llegada, sigue llegando siempre, pues carece de familiaridad o acostumbramiento, de lo contrario estaría adentro. Recibir al extranjero entonces nos hace experimentar la intrusión. La intrusión, según este filósofo, genera una perturbación en la intimidad porque expone a nuestro yo a la exportación. ¿Cómo? Con la inquietante oleada de lo ajeno, de lo extraño, reconocemos que no terminamos de alterarnos, transmutarnos, transformarnos y reconocemos nuestra propia extrañeza: ¡Qué extraño soy yo! Estoy abierto-cerrado, hay una apertura donde se registran otras posibilidades de vida y/o de ir hacia la muerte.


Sobre esta reflexión, que incluye el reconocimiento de la propia ajenidad a través de la intrusión con la llegada del extranjero, baso mi experiencia de lectura de la novela Seúl, São Paulo, obra ganadora del Premio Nacional de Novela 2019, que se presenta en su tercera edición gracias a la Dum Dum editora, para festejo de la comunidad lectora.


La novela de Gabriel Mamani Magne tiene como protagonistas a dos personajes de una familia andina, los Pacsi; la familia tiene como eje a la abuela y su casa multifamiliar, al monolito Tunupa instalado en la sala de la casa y a la ciudad de El Alto como imperio del movimiento comercial, espacio del que se hereda una visión de trabajo o sobrevivencia. Los primos Pacsi, Tayson y el narrador que no es nominado en la novela, son los protagonistas.


El primo Tayson es el que nace afuera, el que parece ser el extranjero por excelencia: “nació más claro que el resto de la familia Pacsi. Su infancia fue una batalla constante entre la lengua de sus pa­dres y la lengua de su pasaporte. Mucho portuñol. También algo de aymara. La familia vivía en un barrio de bolivianos, entre tucuma­nas y pollos a la broaster. Era El Alto en Brasil, cuenta el tío Waldo. Era como si nunca hubiésemos pasado de la Garita de Lima” (2023, 15). Tayson y su familia llegan a El Alto, a la casa de la abuela, a vivir con el monolito Tunupa y el narrador, después de que el negocio quebrara en Brasil por su culpa, diríamos, pues a los 15 años Tayson comenzó a cambiar el color de su tez y sus facciones, y los coreanos lo reconocieron como el boliviano espía.


Tayson, el brasuco, el blanquito, trabajaba de espía para que la industria costurera de su familia, la producción boliviana, robara los diseños de la industria costurera coreana. En São Paulo, ambas industrias pelean por la supremacía comercial, pero la industria emigrante boliviana, siendo el plagio del plagio, está atenta al detalle, como el diablo. Después de que Tayson mutara y con ello se bolivianizara desde su corporalidad, llega a Bolivia, a El Alto específicamente, a sus 16 años. Ahí conoce al narrador y asisten juntos al servicio premilitar en la Fuerza Aérea: “Querían meterle la patria a palazos. Pero Tayson no se dejó. O si se dejó, fue solo un poco. Lo suficiente para memorizar algunas fe­chas importantes, pero no tanto como para pelearse con un peruano por la paternidad de la zampoña” (28).


Tayson, entonces, se convierte en desertor y, por tanto, en un apátrida, un fraile, un maricón, un mono, un rebelde, un chileno; así lo califica el discurso de la institución militar, que representa para la familia Pacsi el arraigo y la identidad. Antes Tayson también había desertado del colegio y su padre lo aceptó con resignación porque como dice el tío Waldo: “si hay algo que la familia Pacsi sabe muy bien, es sentirse extraña en un lugar nuevo” (37).


Queda claro que Tayson tiene el germen del extranjero, tallado acaso a la manera que hace Camus. Primero es el que carece de familiaridad corporal para ser parte de un clan: es, en una primera etapa, el que se piensa hereda la tez de su “abuela Nilda (boliviana de nacimiento, argentina por el padre, italiana en sus sueños)” (18); eso y una peluqueada en Coimbra provoca que sea el brasileño del clan y se acerque y simpatice con la cultura coreana, con el K-pop específicamente, aunque quisiera gritarles a los productores coreanos, chinos de mierda. Luego, en una segunda etapa, Tayson cambia de rasgos, Bolivia florece en su cuerpo, dice el narrador, pero tampoco se familiariza con el clan, porque es un desertor del patriotismo, de las costumbres, y por eso le teme a Tunupa.


Tayson es una existencia abierta-cerrada por la extranjería o la ajenidad que lleva como quepi. No deja de ser brasileño porque le regala su afiliación al K-pop coreano, ese que le hace soñar con ganar el concurso de baile de música K-pop de América Lati­na, y que tal vez además lo lleve a Seúl. No deja de ser boliviano, mejor dicho, aymara, como lo califica Dino, porque tiene la cara similar a la de nosotros y eso lo hace sentirse bien. Pero Tayson es un desertor, uno que acepta las posibilidades, la de no ser un bachiller o un patriota o un comerciante, será padre de familia y buscará trabajo en la sección de clasificados y, como apunta el narrador, les dará el derecho a sus hijos de matarlo, así dejará de ser su propio asesino.

Aunque Tayson es el que llega desde afuera, quien no cesa de recibir su llegada y es perturbado en su intimidad es el narrador. Cuando el narrador recibe a Tayson apunta lo siguiente: “Agarro el mapamundi y veo la ciudad natal de mi primo y me cuesta asimilar que alguien pueda nacer tan al oriente. Tan cerca del mar, tan sin aguayos” (17). La sorpresa del narrador ante la existencia de Tayson se concentra sobre todo en el desarraigo de una tierra que no acepta la intrusión, la tierra de la ciudad andina: la tierra alteña. La ciudad andina en la novela es una tierra que cuida y perpetúa lo que está adentro de ella, el afuera es solo una extensión de esa tierra. Por eso cuando el tío Waldo habla del barrio donde vivía Tayson y su familia en São Paulo, describe los elementos que emigran con los emigrantes, sobre todo, la manera de relacionarse con la comida, la forma de configurar un negocio y de leer la historia, ya sea individual o de una sociedad, a través del fútbol; con estos elementos se piensa en el progreso de la familia, que se presenta como sinécdoque del país; con estos elementos del adentro se habita el afuera.


Entonces, cuando llega Tayson a la vida del narrador es nomás un boliviano, pero…, o mejor dicho según Dino, es nomás un aymara, pero sabe desertar. Aunque Tayson llega con una selección de porno brasuco, una memoria externa de dos gigas de música coreana, unos tenis Olimpikus y demás cositas nuevas, lo que hace experimentar la intrusión al narrador es el episodio de su deserción de una institución que es considerada como germen del arraigo, del enraizamiento.


El servicio militar es sinónimo de patriotismo, virilidad, camaradería, blanqueamiento, dignidad familiar ¿Cómo desertar de todo ello? Cuando Tayson pide su baja, “Sucre trata de intimidarlo con la mirada: como es más pequeño, debe mantener la cabeza levantada, igual que un chihuahua a punto de morder a un niño, sin ladrar, calculando en los belfos la dosis exacta de rabia. Tayson, en tanto, lo mira imperturbable, la cabeza un poco agachada, también en silencio, como un árbol torcido plan­tado al borde del abismo” (29).

Para el narrador, ese pudo ser el momento del motín, de la revuelta, y aunque todos sacan su celular y parecen indiferentes a la escena, es el momento en que la deserción para el narrador se hace una posibilidad tangible, palpable, y abre la posibilidad de abandonar aquello que se piensa es cimiento. Después de la deserción de Tayson, el narrador deja de ir al colegio, no tendrá su título de bachiller y con ello sabe que se enfrentará a la familia, sobre todo al padre que nunca ha salido de la ciudad andina y parece tener siempre límites claros. Sin embargo, la primera acción del narrador después de la deserción es: “Solo quiero andar, andar. Subir a un minibús, bajarme en la parada, andar otra vez. Ca­minar y ver si hay alguna canchita en la que necesiten a un volante con un buen remate de media distancia. Caminar y ver si hay alguna mujer que me haga olvidar a Vida y Mendoza. Dino suele decir que leer es como transportarse a lugares desconocidos. No me convence. Para qué quiero un libro si tengo pies. Para qué leer si puedo levan­tar la mirada, contemplar las nubes que parecen abalanzarse sobre El Alto y sorprenderme como si fuera la primera vez” (72).


La deserción del colegio genera en la mirada de nuestro narrador el extrañamiento en lo cotidiano: de otra manera se pueden pasar las mañanas, de otra forma seguramente se puede existir. Esta primera intrusión de Tayson en la existencia del narrador deviene en la reconfiguración de otras percepciones, del amor romántico y con ello de la imagen de la mujer, por ejemplo, hasta terminar en la escena de la pateadura en la entrepierna al suboficial Sucre, el último día del servicio militar, día que además exige, como tradición, un enfrentamiento entre camaradas. Esa pateadura deja al narrador sin su libreta y por supuesto a merced del deshonor, sobre todo para la familia, es decir para el padre. Sin título de bachiller y libreta militar, el narrador se abre la posibilidad como cuando se está frente al abismo. Es pues una existencia abierta-cerrada como Tayson y, aunque parece ya no tener futuro para su padre, se va a São Paulo con el tío Waldo, porque seguro las deserciones no quitan alientos de vida.


Seúl, São Paulo es nomás una novela de aprendizaje, de formación, de crecimiento, un bildungsroman, en el que el protagonista adolescente se choca, se estampa, con la madurez a través de la intrusión de la extranjería o la ajenidad. En este caso, además, me parece que la novela de Gabriel Mamani Magne contiene lo que podría pensarse como la adolescencia de una configuración familiar, de una ciudad, de un país que, como dice Dino, es un intento fallido de no ser lo que es. Es decir, “Bolivia es un intento fallido de no ser Bolivia” (166); he ahí nuestra etapa adolescente. Queda toda la comunidad lectora invitada a leer esta novela, nuestro Premio Nacional de Novela 2019.


Seúl, São Paulo es nomás una novela de aprendizaje, de formación, de crecimiento, un bildungsroman, en el que el protagonista adolescente se choca, se estampa, con la madurez a través de la intrusión de la extranjería o la ajenidad.
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