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Foto del escritorvadik barron

Sala de proyección

Actualizado: 7 oct

Vadik Barron escribe este texto acerca de La Cruz de Malta (Editorial 3600, 2024), el nuevo libro de poemas de René Antezana Juárez, presentado ayer, domingo 6 de octubre,  en el Encuentro de Poesía 2024 efectuado en la Feria Internacional del Libro de Cochabamba


“Yo no soy poeta, quise serlo a punta de lápiz, / pero la tinta se quedó en la lengua” afirma en el poema “Trailer” el autor de La Cruz de Malta, y expresa un aspecto vertebral: su avidez para consumir cultura, o más bien dicho, para conocer el mundo a través del lenguaje del arte, de la fascinación que produce la luz de la palabra, del trazo colorido, o de la imagen en movimiento en una habitación oscura que es iluminada para siempre; porque René Antezana no es solo el poeta lector, sino también un pintor que observa y un hombre de cine, que en este libro de poemas se presenta como espectador, como voz en off y como protagonista de sus propias nostalgias.


A lo largo de la experiencia lectora del libro hay una permanente conciencia del paso del tiempo, del tramo final de la vida: “Estoy abriendo el primer umbral, el de la muerte y el de la fiesta” (“Trailer”); una vocación narrativa, muy patente en “Panorámica de los lagos”, “La Cruz de Malta” o “Montaje paralelo”; una colección de imágenes y meditaciones de la infancia y la juventud: “El primer amor es una mano cálida, cedida bajo la noche falsa del cine.” (“Noche americana”) donde palpita un Oruro suspendido en el tiempo; y una constante maquinación de la memoria. 


En lo formal, el poemario libera poemas de largos versos y largo aliento –únicamente 16 poemas lo conforman–, y propone varios tonos de escritura. El lenguaje cinematográfico, su nomenclatura particular de planos, enfoques y movimientos de cámara, puede leerse también como un recurso eficiente para la revisión (y “revisitación”) de momentos y lugares de la infancia, de la juventud del autor, y sobre todo de la conciencia del tiempo de vida transcurrido.


En la tradición de los lenguajes narrativos del cine, o más precisamente de sus guiones y sus apuntes de dirección de actores, muchos poemas pasan de la meditación al testimonio, de la crónica coloquial a la diatriba filosófica. De tal suerte, en el poema dedicado a su hija Gaia, los versos se empalman como fotogramas para manifestar los temores de ser padre, y se resuelven en un enternecedor emoji con corazones; “Rizzoto a mezza notte” tiene el carácter epistolar de los romances añejos; y en “Amarcord”, que cita a Federico Fellini y rememora al gran artista orureño Gonzalo Cardozo, ensaya una precisa mirada de la ya legendaria fuente del patio de la casa-taller de los Cardozo: “clepsidra circular / donde aún estamos sentados sobre la arena /de la infancia”.


En “Toma general y paneo” ensaya una suerte de altar –en clave poética– para sus hermanos fallecidos, y un homenaje a los vivos. Una suerte de “mesa” como las que tradicionalmente se erigen con memoria y minucioso amor en Todos Santos. Este es un poema que conversa con los ancestros familiares, con los tiempos irrecuperables.


“Flashback de la niña del cerro” continúa el ejercicio de la memoria dolida, traumática, la recolección de escenas de alto impacto. ¿Por qué siempre cuando se trata de los dolores más profundos  regresamos a la infancia?


“Documental de la mano de Dios” alude a un superhéroe del fútbol, otro ámbito acaso ineludible de las cavilaciones y conversaciones masculinas de varias generaciones en estas partes del mundo, si no forjadoras de identidades y tomas de posición ante la vida.


El summum de la (pre)ocupación y línea transversal del poemario quizás puede encontrarse en los versos de “La voz del tarot”:


Morir no es nada. Vivir tampoco.

Vivir es todo. Morir también.

Nacer es morir. Morir es nacer.

Un llanto al nacer. Una exhalación al morir.

Ambos son adioses y saludos, y viceversa.


Tiempo y espacio, principio y final, vida y muerte, no son tópicos novedosos en poesía, sino más bien su sustancia medular; y probablemente lo único que distingue a un autor de otro es la singular manera en que se configura su abecedario de imágenes, su constelación verbal, su intención motora.


Las palabras nostálgicas de La Cruz de Malta abren una senda que lleva directo al pasado y, como en buena parte del libro, las imágenes, escenas, personas y objetos que se evocan tiene la estatura de la añoranza. Lo levantado frente al prisma de lo querido adquiere una dimensión casi mitológica. Y el ejercicio del autor que se asume protagonista de su propia épica quizá sea uno de los mecanismos  más efectivos para internarnos en su mundo. Sea necesidad de aliviar el fuego del alma o el peso del tiempo sobre nuestros hombros, o estricta maniobra o truco, René lo ejecuta a la perfección y nos interna en sus salas de proyección, en sus postales familiares, en su galería de héroes.


La cruz de malta, la forma, el objeto, el corazón ardiente de la máquina de los sueños que es el cine, mira pasar los fotogramas de un vida plena y rica, y como todas, dolida, intensa, prosaica, amorosa, pendiente. Después de la publicación de La fiesta imposible(Editorial 3600, 2018) libro que tuve la alegría de editar, y que afirmaba ser la poesía completa de Antezana, surge este nuevo poemario que en música se traduciría como un bonus track; y en cine, sería esa escena escondida después de los créditos, que anuncia que hay vida después del “The end” y quizás, lo digo con esperanza, una secuela, una serie, una saga de aventuras de la palabra viva.



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