Lectura del libro que la poeta española presentó hace pocos días, durante su participación en la Feria Internacional del Libro de El Alto.
Hay reseñas que surgen de la urgencia por compartir un libro que nos afectó especialmente. Otras son producto del mercadeo y la promoción editorial. Pocas veces, sin embargo, surge la voluntad de una escritura para devolver, para agradecer a otra su hondura, su apuesta. Este es el caso. Sobre el libro que hace unas semanas presentó su autora, Nuria Ruiz de Viñaspre, en la Feria Internacional del Libro en El Alto, Las abuelas ciegas (2023) solo se puede escribir a tientas, con Braille, con llanto sereno, con conmoción.
El libro se divide en cincuenta poemas, varios acompañados de epígrafes certeros y que, a su vez, convocan interlocutores y referencias implícitas. El tema está explícito desde el inicio: el olvido, la vejez, la ceguera. Pero no es ahí donde residen ni su apuesta ni su indagación.
La pérdida de la memoria personal impacta siempre en la de su grupo humano. Por eso, cuando una anciana habita las pausas, las elipsis, los silencios o la confusión no es solo una biografía o una familia quien pierde; lo hace todo su tiempo. Así como los espacios que saben lo que en ellos se ha vivido o evitado; como los animales que acompañan nuevos caminos y formas de vida, así las manos saben y guardan sitios a salvo del arrasamiento, aunque se enreden en dos momentos diferentes, aunque no se tengan sino a sí mismas para constatarse.
El fondo profundo, como en otras obras de la poeta, reside en su indagación por el lenguaje. No solo porque los desencuentros entre referente y nombre se acrecientan en instancias de alguna enfermedad mental, como el Alzheimer, sino porque esa fisura mental evidencia y profundiza la distancia que la poesía habita entre unas palabras/silencios/ritmos y unos sentidos y sinsentidos que a veces sujeta el poema. Por ello, la voz poética no pide trascendencia o relevancia, pide una palabra que lleve a otra: “Señor / Dame una palabra que empuje a otra / y que tenga la forma de barco malhablado/ Dame la palabra barco para que empuje/ la palabra ola hacia la palabra viento/ Para que el viento tenga manos/ ha de perjurar en la memoria del cuchillo”. Ese tipo de desplazamiento asume que la relación entre palabras puede no angustiarse de sentido, más bien encarna su potencia lúdica, juguetona, esa primera relación de los sonidos con las letras.
En la mente de la anciana se confunden sonidos de viento con ruidos humanos. Caras, nombres, épocas se enredan en los tiempos yuxtapuestos de su recuerdo-olvido. En el poema, réplica y espejo de la dinámica olvido-recuerdo, las palabras alteran sus letras (gallo o galgo), hasta evidenciarnos la arbitrariedad con la que hemos naturalizado un sonido a su trazo y este a su significancia.
El lenguaje, este lenguaje, no está lleno ni pleno. Todo lo contrario: “Todo embudo es hueco y en todo hueco hay trampa”, así que la pregunta bordea “la eficacia del embudo invertido”, eso que no depura, sino que derrama. El sustento de este pensar poético puede sintetizarse en el verso: “La locura de llegar de lo común a lo esencial / La claridad del poema es el parpadeo de un ciego”. El poema, pues, como aquel efímero instante que ni mira ni se resigna a la oscuridad, entrevé. Si la mente “con ventisca” altera el orden de las cosas y de los nombres que le damos en la rutina, mucha de la potencia de este libro reside en esa indistinción que, extendiendo el verso a la prosa poética, lo excede, también, llevándolo por los aires de la página y desafiándonos a respirar las palabras con otro ritmo, con otro aliento que no es sino el de la precipitación.
El otro lado del olvido es un silencio volcado hacia su incomprensión. El cuerpo mismo olvida ejecutar labores elementales como respirar o tragar o moverse. La anciana Julia no es solo un lapsus o un silencio o una organización que no coincide con un consenso de lo real. Se queda en la zona de tránsito sin que ya sepa ni de qué puerto partió ni si llegará a alguna parte. Entre los comandos del pensamiento y la ejecución verbal hay ahora un largo trecho de choque y de arbitrio. Así, el personaje “quería formalizar su idioma/ sin léxico sin vocabulario con amnesia/ histérica y con fuga”. Si las cosas aparecen donde no debieran y las palabras escapan de sus sujetadores comunicables, ¿cómo articular un lenguaje sin pautas reconocibles, sin palabras disponibles, en fuga respecto de caminos pautados?
Ruiz de Viñaspre nos acerca a uno de los miedos más arraigados: perdernos en nuestro propio cuerpo, cuando lenguaje y vejez confabulen en un solo adiós. Al hacerlo no se dedica a un tema, sino a su encarnación como palabra, como vivencia y como interpelación a quienes la leen. ¿Será la pérdida de memoria un agobio sin yo o su liberación?, ¿una palabra errante, equivocada e incomunicable o la felicidad del puro decir sin signar? Si en la vejez podría angustiarnos un asunto de tiempo (“¿acaso casas y cosas nos descosen del futuro y nos cosen al pasado?”), sus modos de tocar la vida, sin ojos solamente, sin palabras solamente, tal vez apunte a una revelación más feliz, ¿acaso las yemas de las manos no advierten que está naciendo una forma justo donde parecía no haber nada más?
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