La poeta cochabambina Blanca Garnica reúne en un mismo volumen tres momentos poéticos: La Cuarentena, Pasos que pasan, El hilo roto, y propone una poética contemplativa y amable.
Lo primero que se puede percibir y reconocer de “La Cuarentena”, la primera parte del libro, es una atmósfera atávica, familiar. Es una poesía de entrecasa, sin que esta proximidad impida profundidad y precisión. Los poemas que componen esta parte -¿o debería decir: momento?- del volumen formalmente recuerda la puntualidad del haiku, aunque no atiende a sus restricciones métricas. Estamos ante un atavismo que nombra y conmemora, que alude y añora, que lamenta y que despide, siempre pausada y atentamente.
En estos poemas de breve acabado, pero de meditada manufactura y honda reflexión, Garnica, despliega su oficio como si se tratara de un lienzo o un telar, que en su ligera trama contiene el peso del dolor que el tiempo trae consigo, pero también la sabiduría y la aceptación.
Puede pensarse que son los años, la autora porta más de 80 años, o la vocación docente, que parece sugerir una intención didáctica. Sin embargo, La sencillez, que no simpleza, la exención de malicia, la familiaridad estricta, se sospechan premeditadas, casi intrínsecas a un estilo ya consolidado en Silencio de las ventanas (Plural, 2021).
Los sauces
airean sus palabras
como péndulos del tiempo
y el niño
columpia
en la memoria
(“Pasos que pasan”, 4, p.56)
En el poemario triple no hay tópicos grandilocuentes, ni poderosas visiones, ni densos abigarramientos. Hay, eso sí, una elevación de las pequeñas cosas a deidades milagrosas, de la experiencia cotidiana a despertares trascendentes. Títulos de poemas como “El perro ladra”, “El Molle”, “El tunal”, “La cebolla”, “En la cocina”, etc. dan cuenta de este universo limitado en su espacio, pero multiplicado en sus significaciones.
En lo argumental, lo aludido, lo invocado, lo referido, tiene que ver con objetos y seres de ese universo, y los momentos y las circunstancias que encuentran a unos y otros. Las más de cien páginas ofrecen ricas imágenes: “los pájaros / teclean / rajando el aire” (“La Cuarentena”, 9); “Lanza la boca rocas /desde su altura / y hiere /al abismo ciego” (“La palabra”,18); “Desnuda el alma / pone una mancha / bajo la lluvia”, (“La lluvia”, 45); o “Y en paz / pastaban / las malvas / en sus ojos” (“Pasos que pasan, 33, p.65).
Si “La cuarentena” versa sobre el encierro, y “Pasos que pasan” sobre la fuga irreparable del tiempo, “El hilo roto” anuncia la herida en el tejido íntimo, fraternal, la discontinuidad de esa línea (el hilo, pues) sanguínea, temporal, fundamental que es la familia.
Se reventó
el hilo
de mi hermano.
Queremos amarrarlo…
(“El hilo roto”, 73)
Hay una nostalgia manifiesta, y también una actitud zen ante lo contemplado, una “aceptación de lo inevitable” (como se traduce la voz japonesa Akirame, a propósito, título del primer poemario de don Roberto Echazú). Entre una fauna amigable, flores, verduras, rincones preferidos, aparece también Cristo como un personaje familiar más del entorno poético que ilumina estos escritos. El bonus track “Como epílogo”, reitera y consolida la búsqueda de belleza en lo cotidiano: “Tiene carne y lechuga / el plato / de esta tarde / Abrazos de ponientes / y fuego / en las palabras” (“Despedida”, 94).
Muchos poemas comparten cierta cualidad vegetal: brotan, germinan, florecen, marchitan.
Las hojas
sin peciolo
fugitivas
y los pasos
sin peso
de los huesos
su luz
recibe
el sol.
(“Recibe el sol”, 78)
Y la experiencia de esta lectura es en sí una travesía quieta, un instante de contemplación bajo enredaderas que reciben a los pájaros, intuyendo el rumor casi imperceptible de los pasos de la poesía en el aire.
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