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Para llegar al fin

Fue elegido uno de “los mejores 10 libros de música 2023” por la revista estadounidense Pitchfork, especializada en música. Testigos del fin del mundo (El Cuervo, 2024), del crítico y escritor cochabambino Javier A. Rodríguez-Camacho, ya tiene edición boliviana y aquí la comentamos.


Otra era

El último párrafo del prólogo de Richard Villegas es revelador y podría bastar para acercarnos a este libro: “Con Testigos del fin del mundo, Javier Rodríguez se ha dado la exhaustiva tarea de seleccionar y recopilar 120 álbumes que de alguna manera han propuesto, retratado y desafiado paradigmas locales o regionales, trascendiendo la simple popularidad de sus canciones y dando el salto a la consciencia colectiva. Cada artista y su obra nacen y existen dentro de un mundo propio, marcados por el paisaje que les rodea, la situación socio-política del día o simplemente el deseo de crear algo que en su tierra todavía no se haya escuchado. Javier toma el romance y la mitología tras cada uno de estos discos y lo carga de contexto, contrastando el significado y relevancia de cada verso y nota con el tiempo y lugar donde fueron compuestos”.

 

Afortunadamente, la experiencia de acercarse a un libro como este, que es al mismo tiempo un catálogo, una serie de playlists y una metralla de links disparados en –al menos– 120 direcciones, excede la suma de sus fichas técnicas y su sólido aporte documental y, en todo caso, y esto es lo que considero más valioso, renueva y refresca una tradición que le es común a melómanos que disfrutan no solo de la música, sino de sus sabrosos entretelones y ofrece una vasta fuente de data a quienes, desde la escritura inventan, un oficio, una maravillosa ocupación: hablar sobre música. O, más precisamente, escribir acerca de música, pero en este caso, con un carácter eminentemente dialógico, que nos confronta no solo con un punto de vista autoral, siempre bien informado y argumentado, sino también con la significación histórica y musical de los protagonistas y las obras del período en cuestión.

 

En ese sentido, aunque el propio autor asegure que no lo motiva “la catalogación maniática, el enciclopedismo o la ostentación”, estamos ante un registro ordenado y clasificado, y no un mero anecdotario ni –como aclara incesantemente– una antología o un ranking.

 

En tiempos que carecen de la mística de mítines clandestinos, encendidos manifiestos y movimientos con estela tribal, este libro nos pone a pensar que algo está (o ha estado) sucediendo en la música independiente iberoamericana, más allá de la conveniente y ambigua etiqueta de indie. Rodríguez sugiere, cuando no afirma, que algo, quizás aun no nombrado propiamente, se puede pensar de estas dos últimas décadas a partir de fenómenos musicales probablemente aislados, pero que comparten sintonía sonora y compromiso estético.

 

La impresión personal que tengo leyendo acerca de los(as) artistas recopilados(as), es que parecen elegir uno de dos caminos para destacar o afirmar la identidad de su música: entrar en contacto con la tradición y diversidad cultural y ancestral de sus países, pero con renovaciones formales, sonoras y/o discursivas;  o, llanamente, renegar del cliché exótico y abrazarse al cometa de lo global, que toma el discurso musical de lo que podríamos llamar –igualmente sin llegar jamás a una definición precisa– “lo moderno”, “lo electro”, “lo indie”, de un modo más explícito.

 

Hijos del folklore, del punk, del new wave, del pop melodramático (graciosa categoría que encontrabas en las opciones de género de MySpace, pero que no deja de ser certera), del noise industrial, de la cumbia orquestal, o del bolero lounge, desfilan con su propia sonoridad, su amplio eclecticismo, sus “raros peinados nuevos”[1] y su diversidad en este libro. Al verlos reunidos en una misma obra, no puede uno menos que reparar en que existe un “cuerpo” conformado por disímiles partes.

 

Como dice el autor: “El ente artístico, iberoamericano, independiente, que abarco en Testigos del fin del mundo, se define desde lo interno”. Y continúa ratificando su criterio de selección, cuando afirma que este es “un relato formado por residuos de experiencias personales, puestas en la sintaxis típica del periodismo musical y delimitadas con la arbitrariedad necesaria para sostener un argumento”. De manera que, si bien la “impresión” y la identificación priman sobre un análisis musicológico, no por ello estamos ante una mera descripción subordinada a la escucha de fan, sino más bien ante una escritura que guía hacia la experiencia sonora y atiende a un fenómeno de la historia inmediata, acaso omitido por comparación con los “grandes” géneros musicales, generalmente y recurrentemente agotados en su estudio.



Ese lugar nuevo

Hace unos años fui profesor de música en un colegio. Cuando hablamos con los jóvenes acerca de los formatos musicales, del soporte en que la música se distribuye y consume, resulta que lo más antiguo que conocían era el Napster (¡!). La velocidad con que la tecnología ha dejado obsoletos a formatos y formas de consumo, más en un país que es naturalmente pirata en su relación con la producción intelectual, por falta de mercado, industria y recursos, me conecta directamente con los relatos de Javier Rodríguez cuando narra la era del Myspace y de los blogs, una microhistoria relativamente inmediata que parece ya ahora extraviada o entrepapelada bajo el peso de todo el aparato de consumo digital que vino después y que adaptamos sin chistar. Pasamos en muy poco tiempo de armar nuestros perfiles artesanales de Reverbnation o Bandcamp al canon publicitario de Spotify o YouTube Music.

 

También, como lector de reseñas de discos, gracias a la edición argentina de la Rolling Stone (que había que encargar para que llegara a tu ciudad), La Mano, Inrockuptibles, las añejas Metal Hammer o Kerrang, las nacionales Quinta Pared de Presencia o la revista Voces, y cuanta publicación tuviera a mano, impresa o digital, como músico independiente y como ocasional cronista de la música, no puedo menos que encomiar la consistencia en los escritos de Rodríguez, que no solo despliega recursos escriturales, sino también cancha auditiva y un mapa claro de las genealogías musicales. ¿Cuán difícil es no repetirse a la hora de describir o sopesar las características sonoras o líricas de 120 discos de canciones? Además, y esto es grato, sobre todo si no estás previamente enterado de la existencia de las obras y artistas reseñados, el autor ofrece un contexto histórico ricamente informado sobre la línea temporal de lanzamiento, sus ascendencias musicales, sus trayectorias y audiencias.

 

Para mí, una premisa cuando escribimos sobre música, es que no hace falta compartir nuestros gustos, sino nuestro amor por la música; la capacidad de transmitir una cierta fascinación o una cierta felicidad que, en mi caso, provienen más de la visceralidad que me dejó el rock, y del grato sabor a joya arqueológica que produce el encuentro con cancionistas desconocidos, como me pasó en su momento con Sixto Rodríguez, para nombrar a uno de lejos, o con Juan Carlos Calderón o Luis Bayá, para nombrar a unos de por acá. A la hora de escribir sobre música, parece que nuestras “debilidades” son nuestras fortalezas.

 

Más que alentar un (falso)afán enciclopedista, Rodríguez se juega por lo que le gusta. Hay un entusiasmo y una valoración, probablemente exagerados, en cuanto a la propuesta estética de las bandas. Y un optimismo hiperbólico en cuanto a su proyección y futuro. Pero justamente esa toma de posición hace que uno se interese por escuchar una banda, por alimentar su propio criterio, por descubrir algo nuevo, pues.  

 

Una experiencia eje del libro, que es referida en la Introducción del mismo, tiene que ver con la banda argentina El mató un policía motorizado. El autor es testigo de su humilde pero meteórico ascenso, y acierta en ponderar a un grupo que escaló inusitadamente al podio de la fama, sin dejar de ser ellos mismos, rompiendo el modelo del rockstar reventado, y además se erigió en el referente de un nuevo indie latinoamericano, con un rock tímido, de canciones afables, naif, inteligentes, con un rango que va de la ternura a la épica; influencia no solo apreciable en posteriores bandas argentinas, sino también, en otros países; y en Bolivia, a mi ver, en el trabajo de algunos artistas como La Luz Mandarina o Montellano.

 

Puestos a sacar números, hay una especial atención en la escena argentina (23 reseñas), chilena (22), mexicana (18) y española (11), países con tradiciones y audiencias más consolidades, aunque igualmente industriosos e interesantes se muestran Colombia (13) y algunos países como Perú, Uruguay y Ecuador, que aportan 5 álbumes cada uno. De los, más o menos, conocidos argentinos El mató un policía motorizado, 107 Faunos, CA7RIEL o Usted Señálemelo; la mexicana Silvana Estrada; los chilenos Dënver, Javiera Mena o Gepe; o la española Rosalía (antes de su estallido como artista masiva), hasta otros –confieso– ignotos, como Alucinaciones en Familia, de Uruguay, Algodón Egipcio, de Venezuela, o Nanook El Último Esquimal, de Colombia, el abanico de posibilidades es extenso y generoso.

 

Ojo, muchos de estos artistas tienen miles de seguidores, han sido nominados a los premios Grammy, participan en festivales de alta audiencia como el catalán Primavera Sound o las diferentes versiones de Loollapalooza, sin embargo, en nuestro medio son nomás propiedad de un circuito más bien reducido y tendente a un tardío “hipsterismo”.  

 

Tres artistas nacionales, tangenciales en cuanto a su aproximación a la canción, son los incluidos en este copioso compendio: Charango, de Santa Cruz, con Radio Insecto (2010); los cochalos Últimos glaciares con su álbum homónimo (2019) y la compositora paceña Canela Palacios con Sur (2020). A ellos debemos agregar a la artista boliviano-estadounidense E+E (Elysa Crampton) y su disco The light that you gave me to see you (2013), un eslabón perdido de nuestras nuevas músicas.


Punto final

Lo “nuevo”, lo “independiente”, epítetos/categorías a las que se suma, en nuestros países, lo “emergente”, más bien como un eufemismo de la precariedad del medio en términos laborales,  son definiciones que dan cuenta de una escena que se declara marginal (en términos de mercado aún lo es) y que no reniega de la influencia mainstream, pero sí de su parafernalia. En muchos casos esta asunción está ligada directamente a un espíritu, y a un look y a una actitud, jóvenes, casi adolescentes. Tal vez por eso en Bolivia lo indie (su consumo y ejecución) sea visto todavía por muchos como un privilegio de las clases medias altas y urbanas.

 

El libro de Javier A. Rodríguez-Camacho asesta un “queque” justo en el cambio de paradigma: ya no es la banda de garaje que patea años los antros, cubriendo apenas costos con giras autogestionadas, y que aspira a ser descubierta por los “ojeadores” de las grandes compañías discográficas; lo que define en gran parte la década abordada en este estudio son más bien los chicos y chicas melómanos y nerds que con computadoras y controladores midi imaginan la nueva música del mundo, de su mundo al menos. Gente que no le teme al kitsh (es más lo abraza), que se mueve en círculos reducidos en ciudades lejanas entre sí (Santiago, Madrid, Monterrey, La Plata, Bogotá), y cuyo sentido de “comunidad” se define por la democratización del acceso a internet. A ellos les da voz, con justicia, Rodríguez, en las casi 350 páginas del libro que, en la bien cuidada edición de El Cuervo –que rompe sus parámetros formales para ofrecernos un objeto coleccionable, para nuestro medio, de lujo–, nos propone una ventana abierta a una experiencia musical y cultural en tiempo (casi) real.

 

La consignación de sello discográfico, los formatos en los que se puede encontrar el álbum, los géneros/subgéneros, el tracklist, los nombres de integrantes, ingenieros y productores cumplen con la parte de catálogo que tiene Testigos del fin del mundo, el cable a tierra del vuelo que toma el texto en las reseñas. El breviario del Epílogo actualiza algunos interesantes hitos recientes, los comenta y reflexiona, en un registro más culturalista y ensayista que los artículos dedicados a los 120 álbumes, y pone el foco, principalmente, en dos aspectos: el rol del productor, ese hitmaker o (pre)fabricador de música que, por oficio musical, puntería sonora, prestigio profesional o vuelo mediático, se ha convertido en figura y protagonista ineludible de la música masificada en los últimos años; y en los nuevos medios: el smartphone como escenario artístico y “chupón” de una audiencia cada vez más infantilizada.

 

Ya sabemos que los apocalipsis no son lo que eran. Y muy probablemente el fin del mundo no sea un evento, sino un lento proceso de decadencia, no por ello menos vital y entretenido. El trasiego de la información, de los hechos y “posverdades” y la vorágine del consumo y de las redes “sociales” a veces nos impiden detenernos a (re)pensar nuestra historia inmediata. En el sentido en que el arte comenta, imita, critica, representa o niega su realidad, este libro es un documento de un tiempo con soundtrack propio, y para aquellos ávidos de música por descubrir, la invitación a recorrer “un camino nuevo que se ve en el fondo[2]”.


 

[1] Verso y título de una canción de Charly García

[2] Esta frase y el título del artículo son versos del tema “Budapest” de Gepe.

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