Pocas veces se piensa y genera pensamiento sobre temas tan críticos y necesarios como el de los trabajadores en el cine. Gran tema para estos aún inicios de mayo.
La representación del trabajo o de los trabajadores no es un asunto privilegiado en la cinematografía boliviana. Históricamente, lxs creadores de imágenes en movimiento prestaron atención a otros sujetos y corporalidades, sin embargo, en el registro documental encontramos siempre a los trabajadores tomando el plano. Aun así, este sector anónimo fue objeto de la mirada de algunos cineastas locales de manera temprana.
Existen antecedentes en registro documental de oficios, orfebres, talleres vinculados a la manufactura, pero es recién en 1948 en La Paz, la capital más alta del mundo del norteamericano K. Wasson, cuando el cuerpo de los fabriles no solo toma el plano, sino que es desbordado, por lo que es posible hablar de multitudes trabajadoras. Sin embargo, fue el aparato de propaganda del gobierno nacionalista, instaurado a partir de 1952, el que llevó a la pantalla y construyó un acervo cinematográfico boliviano más amplio. El Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), mediante sus noticieros, puso en imagen a trabajadores mineros, albañiles, fabriles, petroleros, maestros, transportistas, campesinos sindicalizados entre otros, y a su vez contribuyó a la construcción visual del trabajador minero desde una corporalidad colectiva y militante, vanguardia del movimiento popular y sostén económico del país.
Este engarce entre trabajadores y estatalidad se aprecia de manera nítida en la película que inaugura al recién creado ICB en 1953, Bolivia se libera (Waldo Cerruto) en la que la multitud organizada, ataviada con dinamitas o armas de fuego, recibe y escolta a Víctor Paz Estenssoro en su descenso del aeropuerto de El Alto hasta la plaza Murillo; y también en los noticieros donde se aprecia la relación entre “el jefe” y “el pueblo en armas” (mineros y fabriles en su mayoría).
Este engarce simbólico entre masas armadas proletarias con la estatalidad se constituye en un estereotipo de la subcultura proletaria figurada en dos cuerpos concretos: el minero y el fabril. Aparecen, estas masas, como parte del paisaje urbano en películas de Sanjinés, Eguino y Agazzi; en ocasiones tienen voz y en otras encarnan su vocación militante y politizada con la potencia visual de su presencia que, en el plano, es reificada. La facultad iterable de la representación de los mineros, ya no solo como masa trabajadora, sino como imagen capaz de condensar lo nacional y lo popular, se potencia en textos escolares, bailes, canciones, propaganda política, publicidad comercial, campañas de turismo entre otros regímenes discursivos que reproducen estereotipos.
Así como en el cine boliviano sintetizamos las distintas y ciertamente homogéneas formas de representación del proletariado, en la imagen del minero, también contamos con la figuración de un cuerpo invisibilizado que opera como síntoma en la narrativa y cinematografía bolivianas: la trabajadora del hogar. Cuerpo anónimo, disociado del trabajo, a diferencia del minero, fabril o de los campesinos sindicalizados, en el cine boliviano encuentra su lugar en el plano desde los afectos, como ocurre en Nana (2015) de Luciana Decker, o fluctuante entre una maternidad de signo colonial en Zona sur (2009) de Juan Carlos Valdivia, hasta la irónica Esperanza (2014) de José Antonio Villegas. Estas piezas distintas y distantes entre sí, desde el registro, género, metraje y formatos, localizan su mirada sobre la servidumbre domestica imposible de ser reconocida como clase trabajadora. A esta corporalidad, al tiempo de presentarla como “trabajadora del hogar”, se le imprime la diferencia étnico cultural conjuntamente con marcadores lingüísticos (aymara) y de vestimenta (polleras).
Otro motivo son los cuerpos masculinos organizados que en ocasiones desbordan el plano, acentuando con esa operación compositiva visual la potencia de la multitud, muchas veces denominada como pueblo, y que por acciones de propaganda estatal y a su vez propaganda sindical, se solidificó en distintos soportes, teniendo en el cinematógrafo un medio privilegiado.
Este cuerpo masculino que condensa la idea del trabajo o de las masas proletarias, encuentra un contrapunto en la representación individual, atomizada y ni siquiera reconocida, de la trabajadora del hogar, hasta hace menos de una década sin reconocimiento. Cuerpo que la cinematografía de ficción de Bolivia relega a roles secundarios, a figura ornamental, recurso visual deudor del realismo social en su variable indigenista o incluso como actualización maternal colonial.
Pensar en el Día de los Trabajadores y la representación de los mismo en el cine boliviano, permite identificar la creación de mitos sociales con alcance movilizador –sin descuidar que el origen de lo que es actualmente Bolivia se funda en la mina–, que las industrias culturales producen, actualizan y reproducen a punto de consolidar imaginarios: sea el del minero idealizado como sostén de la corona española y del Estado boliviano, o el de las trabajadoras del hogar –“de preferencia cholita”, como titulaba una investigación del PIEB–, capaces de administrar y cuidar la vivienda de una familia de clase media urbana.
El cine boliviano es tan reacio a la sensibilidad de los y las trabajadoras que no solo no los representa en pantalla, sino que recién en el último año dio lugar a un intento de organización sindical.
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