Rodrigo Hasbún acaba de lanzar en La Paz su libro de ensayos Los murmullos (El Cuervo, 2024). Estos apuntes fueron terminados con la semi resaca del after del acto de presentación, una charla con cervezas y pizzas, matizada por el paso del tiempo y la experiencia de sobrevivirlo, tal cual plantea el libro.
Rodrigo Hasbún escribe sobre la casi adicción que provocan los diarios de Julio Ramón Ribeyro y matiza en algún momento con una anécdota de Italo Calvino rememorada por Ricardo Piglia.
En la estela de estos maestros peruano, italiano y argentino, el boliviano es no solo un avezado novelista y cuentista, sino que además explora con buena fortuna la no ficción.
Los artículos y ensayos breves de Los murmullos (El Cuervo, 2024) –al igual que los de su predecesora Las palabras (El Cuervo, 2019), ambos descritos como “textos de ocasión”–, se caracterizan por el olfato y timing: sabe qué contar, cómo abordarlo y cómo hacer interesante su rutina propia, sin dejar que el “yo” se interponga, como tan peligroso suele ser en este tipo de textos.
En Las palabras reflexiona un poco más concretamente sobre los lenguajes escrito, cinematográfico, y rinde especial atención a la gran Natalia Ginzburg; pero también enfatiza en la errancia, el paso del tiempo y la inestimable ayuda de las artes para resistirlo. Ahora, en Los murmullos, sin perder continuidad con estas que evidentemente son sus constantes, va un poco más allá. En el primer subgrupo de artículos habla de literatura; y digo habla porque como todo buen texto de no ficción, los suyos equilibran la naturalidad y claridad con la profundidad. Pero antes, hay una suerte de introito con “Los cafés”, en el que cuenta de su inveterado hábito de frecuentar y escribir en este tipo de boliches, y del submundo que en estos se halla.
Supe entonces, empecé a saberlo, que los cafés son inseparables de sus habitantes, criaturas que no toleran bien la realidad y necesitan darse tregua en esos lugares erigidos un paso más allá de la lógica del rendimiento y la producción[1]. (12)
Escribe Rodrigo –o habla desde sus escritos– sobre quienes escriben, pero también sobre vivir y escribir. Al igual que en su libro predecesor, este es una gran plataforma para conocer nuevos autores, antojarse nuevas lecturas (o películas o directores); o, en su caso, profundizar en estos: las claves de la vida y obra de Chatwin, que bien pudo ser la joya del dream team británico (Barnes, Amis, McEwan) pero murió muy joven; Ribeyro, acaso el mayor cuentista sudamericano del siglo XX, pero esta vez revisitado por sus no menos geniales diarios, La tentación del fracaso; y Erpenbeck, poco conocida autora alemana que acaba de ganar el importantísimo Premio Booker, pero que aún no lo había hecho cuando Hasbún escribió el texto, lo que habla de la amplitud de sus lecturas. Dice sobe una de sus novelas (y cómo no anotarse para buscarla):
Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. (33)
En la segunda sección, el cochabambino ejercita la introspección, apuntalado por el encierro de la pandemia de coronavirus y algunas historias familiares.
¿Qué se dirá de este tiempo dentro de otros cincuenta años? ¿En verdad terminará siendo decisivo en la historia del siglo veintiuno o, para entonces, con nuevas guerras y pandemias y crisis climáticas de por medio, habrá acontecimientos que se le impondrán? (49)
En el cierre de “Los agujeros de uno mismo”, en el que cavila –con experiencias propias– de la situación y sensación de un escritor enfrentado al proceso creativo y a sus “resultados”, vemos un párrafo que sirve para sintetizar en buena medida el estilo que caracteriza su no ficción:
Septiembre no se acaba todavía. Termino de escribir esto sin ningún pedido de por medio, sin recibir un solo peso a cambio, sin saber siquiera si algún día se publicará. Le doy un sorbo al café, que ya está frío. Hay un ventanal enfrente y más allá los árboles se mecen contra el viento. Es un momento extraño y feliz. (60)
Este colofón con inmediatez y detalle, para redondear un todo en el que se plasma una idea a profundidad, es una muestra de acercamiento que el autor plantea al lector; un guiño de confianza, un matiz claramente hasbuniano[2].
A modo de una isla, en la tercera parte hay un solo texto que se sostiene firme: una reflexión multinivel –a partir de una experiencia del gran Abbas Kiarostami– sobre el tiempo y la memoria, acaso lo único realmente omnipresente a lo largo de nuestras vidas.
John Berger propone que el vínculo que establece la fotografía con la realidad es muy distinto al que establece la pintura debido a que el verdadero contenido de una fotografía no se deriva de una relación con la forma, sino con el tiempo. (75)
El tiempo, como experiencia, pero también como reto inevitable, trasciende a la mayoría de los textos que aunque estén centrados en libros, películas o en las vivencias familiares del autor, no escapan a sus efectos inexorables.
La crítica de cine, arte y literatura se retoma en la siguiente sección y se cierra con otro texto de corte confesional intimista “La vida más allá”, que al contrario del resto y junto con alguno más, fue trabajado especialmente para este libro y no por pedido expreso.
Consagrado narrador –tres novelas y tres libros de cuentos–, Rodrigo Hasbún se diferencia del resto de su generación de escritores bolivianos en esta faceta llámese periodística, ensayística o de articulista[3], que le sale con naturalidad y solvencia, por más que se encargue de recalcar que la mayoría de estos textos nacieron por encargo y son remunerados. Esto, por supuesto, no quita ningún mérito, sino que de pronto más bien confirma su valía: que revistas, diarios y portales de España, EEUU y otros países requieren cada vez más de su valioso aporte, por algo será.
[1] Imposible no remitirnos al memorable café San Marcos del Microcosmos (Anagrama, 1999) de Claudio Magris… ese “arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, para toda pareja que busque refugio cuando fuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja”. (11)
[2] Recuerdo claramente en algunos de sus artículos o crónicas de hace más de tres lucros, referencias a canciones de Cohen sonando en un aparato a la madrugada, o la cansina cadencia, a la distancia, de un grupo de caporales ensayando en la cuadra. No se me ocurre mejor prueba de la valía de un texto, que se quede en la memoria por un matiz como estos.
[3] Edmundo Paz Soldán es un experimentado articulista, pero pertenece a una generación inmediatamente anterior. Hay que leer la recopilación de sus textos recogida en Segundas oportunidades (UDP, 2015). Por otro lado, Sebastián Antezana, sí de la generación de Hasbún, publicó por varios años una recordada columna “Lector al sol”, que bien merecería recogerse en un libro.
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