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carlos arturo reina rodríguez

Lo underground o lo subterráneo como lugar y como historia y memoria cultural

El mes pasado se llevó a cabo el segundo Congreso y Encuentro de Estudios del Rock y Metal de Bolivia donde escritores e investigadores del rock y metal presentaron sus trabajos incluyendo algunos de los capítulos del libro Perspectivas y resistencias musicales, un compilado de estudios y ensayos de nueve autores que analizan los efectos sociales y culturales del rock, metal y punk en Bolivia. Compartimos fragmentos del prólogo que escribió Carlos Reina, historiador y organizador de los estudios de rock y metal de Colombia.


El metal no solo es extremo por su radicalidad sonora y lírica sino porque además se encuentra justo en la orilla extrema de los gustos de la sociedad de consumo. Y allí́ en esas músicas extremas de la marginalidad, esos lugares de memoria, aun cuando estas sean producidas en los países centrales de estos géneros o por lo menos donde se originaron: en Estados Unidos o en Europa, se mantienen las resistencias a las superficialidades de la sociedad de consumo que simplemente tomó los estereotipos de algunas bandas, los recicló y los devolvió como un producto de consumo que básicamente puede representar lo más superficial del metal, del punk y del hardcore.


La música es algo más porque trata de un lenguaje, de una puesta en escena, de una forma de memoria cultural a través de la cual se lee y si interpreta la sociedad, pero también a través de la cual se vive más allá́ de la sociedad, dado que el metal ha sido capaz de reinventarse varias veces, crear sus propios circuitos comerciales, unos códigos de interpretación únicos que básicamente están regidos por los parámetros de las pasiones y el sincretismo emocional y racional que solo la música puede lograr cuando se generan vendavales cuyos vientos están soportados sobre la épica de las guitarras y los tenues suaves sonidos de voces bajo y batería que independientemente de lo melódico o lo brutal, conllevan en su interior la semilla o el germen de un espíritu rebelde engendrado en los años 70, y que desarrollaron aquellos que en palabras del cantante venezolano Paul Gilman serían héroes hoy caídos, en muchos casos, en nombre más que del rock and roll, del metal.


Se trata entonces de una polifonía que atraviesa los tiempos, pese a que aquí́ lo podemos ubicar en los últimos 50 años, para convertirse en una música de siempre que, si miramos hacia atrás, no solamente tiene un carácter popular y de resistencia, sino que emana de una lucha insistente y permanente en contra no tanto el sistema, sino de los problemas que este le presenta al sujeto para poder ser quien quiere ser.


Es el sujeto que escucha metal un sujeto histórico que tiene un lugar, un momento y qué más que cualquier cosa anhela ser parte de algo excepcional, que rompe con la sociedad normalizada donde aparecen unas formas de conducta que se traducen en unos requerimientos propios para hacer, para vivir para trabajar, incluso para morir. Esos requerimientos culturales, formas biopolíticas, están inscritos en las costumbres y tradiciones de sectores conservadores de las sociedades que no logran traspasar la línea para entender que las sociedades cambian y que los tiempos son distintos. Quienes encarnan estas biopolíticas, son los que se han encargado de satanizar al rock y sobre todo al metal. Así, la construcción histórica del metal está sostenida en el mundo conservador bajo la bandera del satanismo y su vínculo con los grupos y sectas que van de la mano del anticristianismo, el no futuro, la no posibilidad de crecimiento personal y la pérdida de valores.


Asistimos a una sociedad en la que una noticia transmitida a través de las redes sociales o de la televisión respecto a un hecho, un delito cometido por un simpatizante del metal o por alguien que lleve una camiseta, con el logo de una banda, puede ser condenada y trascender por encima de la violencia cotidiana que se toma familias, calles, campos y ciudades. ¿Quién es el culpable? Pues el culpable termina siendo quien se sale del sistema, se viste por fuera de los estándares, y además tiene una actitud sobre todo emocional y de percepción estética del arte distinta en la que el ruido, como se le suele denominar al rock, es algo propio que la naturaleza animal, sinónimo de la ausencia de mano dura por parte de la familia, la sociedad, el Estado.


Nada más equivocado que esto, pues en el fondo los rockeros representan una especie puesta que hacen los sujetos como ejercicio filosófico y personal a través del cual se supera eso que Kant, el filósofo alemán denomina minoría de edad. Alcanzar la mayoría de edad, señala Kant, implica asumir la responsabilidad de decidir y no esperar a que otros decidan qué es lo que nos debe gustar, qué es lo que debemos hacer, qué es lo que debemos pensar, qué es, o cómo debemos vivir nuestra vida.


Al mismo tiempo se trata de un ejercicio para reclamar el hacer uso de su propio entendimiento y, creo yo, es fundamental entender que eso es precisamente lo que hace una banda, puesto que allí́ hay una apuesta de creación. Se escribe canciones nuevas, se participa de escenarios, como público, como organizadores, como empresarios, como artistas o como escritores también. Alcanzar esa mayoría kantiana implica irse en contra de lo que está establecido, porque además y recurriendo a la analogía platónica (capítulo 7 de La República), estamos ante el hecho de que salir de esa caverna en la que vive el mundo, en una oscuridad casi perpetua, tiene unos costos y sus costos se sienten incluso en lo más simple, como es reconocerse como metalero, reconocer la imagen que este tiene, lo que significa y lo que significan los otros, y prepararse para resistir, para batallar (…).


Esto es lo que presenta este libro de Reinaldo Tapia. Se constituye en un trabajo muy importante en términos de lo que significa publicar y reunir a un grupo de investigadores inquietos dispuestos a excavar en las minas de lo profundo para extraer de ellos componentes y referentes de la memoria el olvido y de la resistencia en un país como Bolivia.


Se trata de un documento que avanza sobre las exploraciones del primer congreso y encuentro de rock y metal en Bolivia que Tapia organizó en 2022; pero también es una exploración tal cual se ve en el trabajo de Mariela Silva Arratia relacionado con lo que denomina “música verdadera y conceptualizaciones del underground” a través de los testimonios de la escena metalera de la ciudad de La Paz y El Alto. No se trata de una historia, se trata de la palabra y del concepto puesto en el ejercicio de la escritura como alguna vez lo manifestó́ Paul Ricoeur en función de la importancia de esta en la construcción de la dimensión de lo humano, de lo histórico y la cultura.


También tenemos un trabajo de Omar Montesinos titulado “De locales de prestes a trincheras del underground”. Fijémonos cómo allí́ la palabra nuevamente se repite y señala lo subterráneo, lo profundo como lo que va más allá́ del mundo superficial. También Regina Romero avanza sobre lo que se encuentra en esa caverna, en esa mina donde la influencia transcultural determina las identidades de las bandas underground de la ciudad de La Paz, sobre todo en la década de los años 90.


Se trata de miradas que intervienen los tiempos para que los jóvenes aprovechen los elementos que tienen hoy y miren a los forjadores que se encuentran por allá́ en la década de los años 80 y 90. Lo mismo vienen a trabajar Boris Mendoza, Nilzer Camacho y Nohelia Aguilar, que se encargan de dar término a este libro que, desde luego, trasporta al lector a los campos del arte, la estética, el punk y la identidad.


Por último, se encuentra un texto del argentino Gito Minore acerca de la Feria del Libro Heavy de Buenos Aires como un punto referencial del cierre de esta obra que precisamente conduce a ello: al libro del metal, al libro producido por la escena, por quienes se preocupan por estudiarla y por quienes la representan de alguna manera. Pero también el libro como depositario de las memorias, de los recuerdos y, desde luego, como evocador de los olvidos.

 

Fotos: Deja Vu/Hate (2006). Archivo Peluche Tóxico. Equinoccio.

Tapa del libro.

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