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Foto del escritormartin zelaya

Lecturas (re)descubiertas I: aunque el kencha se vista de seda…

Ni en 2013 ni en 2019, cuando salieron las dos primeras ediciones, pude leer De kenchas, perdularios y otros malvivientes (El Cuervo), de los hermanos Loayza que, no sin méritos, tiene ya un lugar consagrado entre la narrativa boliviana de inicios del siglo XXI. Va una lectura subsanatoria.

Hinosencio (Mano Virgen) deja su pueblito rumbo a La Paz para cumplir con su sueño de estudiar “ciencias” y se despierta de golpe a la realidad cuando, nada más bajar del destartalado micro, se topa con Quirito, un maleante de poca monta que lo introduce en el submundo ilegal del cacho y el singani, y logra que le preste un monto fuerte –todo el capital para sus estudios– para pagar una vieja deuda.


En el universo de los hermanos Loayza, el gobierno boliviano tiene prohibidos el tradicional trago y el juego porque, de la mano, propiciaban la degeneración de la juventud. Todo, como es de esperarse (hecha la ley, hecha la trampa), en los ambientes de los bajos fondos gira en torno al cacho y al singani, tanto entre quienes no sin mucho esfuerzo burlan la ley, como también entre los encargados de hacerla cumplir, que están entre los primeros adeptos al vicio.


A partir de estas premuras, la novela es un aluvión de carcajadas y momentos expectantes: ¿podrá Quirito recuperar la plata de Hinosencio? ¿Será que de verdad es un mano virgen escogido por los dioses para el cacho? ¿Conseguirán completar el cuarteto y conseguir la cuota de inscripción para participar en Mamelo’s Classics, el mayor campeonato mundial del cacho?


No hay como los escenarios cliché de La Paz para desarrollar tramas lindantes en lo policial-detectivesco-patético; pero hay que saber llevar el ritmo, aprovechar los lugares comunes para zafar de/con ellos y salir indemnes de la tentación del facilismo.


En pocos minutos recibían un puntazo en el culo y caían en una celda de escasa luz verdosa. El recinto contaba con unas cuantas payasas descuartizadas para apoyar los huesos, un balde hediondo para jiñar y un montón de rufianes, perdularios y malvivientes que observaban al neófito y al badulaque, iniciados ya en el arte de broncearse a rayas. (3)


Álvaro y Diego salen adelante con asombrosa pericia, y no es exagerado poner a sus kenchas a la altura de personajes e historias similares como American Visa, de Juan de Recacoechea; Cuando Sara Chura despierte, de Juan Pablo Piñeiro; Periférica Blvd., de Adolfo Cárdenas, El misterio de Estido, de Willy Camacho; Común y corriente: las crónicas de Soledad V., de Vicky Ayllón; y, en partes, Catre de fierro, de Alison Spedding.


El dominio total de los códigos paceños es el gran punto común. La naturalidad para mover a los personajes por los vericuetos de boliches, burdeles, mercados y laderas. La innata comprensión del humor paceño, pocas veces exento de situaciones límite con la tragedia. Y sobre todo el lenguaje que de tanta verosimilitud, a veces puede parecer poco natural (entiéndase la contradicción). Por ejemplo, este evidente guiño a Saenz:


Grave es pisar mierda, cosa de kenchas. Cuando se está kenchado se pisa mierda y cuando se pisa mierda se está kenchado: así nomás es la cosa –profirió el jilakata con aire solemne–. Mal habido es el hado del kencha, yetera llámanle en otros lares, pero su expresión más cruda solo en nuestra lengua alcanza su auge. (41-42)


Diego y Álvaro trazan una lograda relación de las andanzas y desventuras de un grupo de hermosos perdedores que saborean las mieles del éxito y la riqueza instantáneos; pero, como siempre, en el último minuto, se quedan a medio metro de la meta. Un viejo sabio, mentor de maleantes; un gringo loco que llegó a explorar el mundillo del singani ilegal; un jefe policial megacorrupto y un cura que no opone demasiada resistencia para sucumbir a las tentaciones completan este fresco.


Misión cumplida y con creces. A no dejar nunca más que se escape algún libro fundamental de la narrativa boliviana, durante tantos años.

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