Una lectura de Fortuna (Anagrama, 2023) novela con la que el escritor argentino Hernán Díaz acaba de ganar el Premio Pulitzer.
Benjamin Rask nace en cuna de oro, queda huérfano muy joven y demuestra un inusitado talento no solo para hacerse cargo de los negocios familiares, sino para darles un giro total e incursionar en el naciente mercado bursátil. Es hosco y frugal en extremo. Cerebral, casi robótico, desapasionado.
Helen Beevork viene de una familia de alcurnia, pero arruinada. Es una superdotada que disfruta de la literatura y el arte y detesta la vida social y las pretensiones de su madre.
El azar los unió y se volvió un matrimonio épico y mediático –desde su apatía mutua y para la vida pública– en la fulgurante Nueva York de los años 20 y 30, una ciudad que “rebosaba de ese bullicioso optimismo de quienes creen haberse adelantado al futuro”. (29)
Andrew Bevel, al borde de la vejez, quiere contar la historia de cómo se convirtió en una leyenda en el mundo financiero, y de paso homenajear a su esposa Mildred, muerta pocos años antes. Benjamin y Andrew, Helen y Mildred. Son los mismos y no lo son. Hay dentro de Fortuna (Anagrama, 2023), la novela de Hernán Díaz que hace un par de semanas ganó el Premio Pulitzer a la Ficción, cuatro libros que entretejen la historia: una novela repudiada y denunciada de difamatoria, una “autobiografía”, los apuntes de una escritora que hizo de “negra literaria” y un diario del que nadie sabía su existencia, hallado y robado por casualidad.
Todo parece complejo, pero no lo es. El argentino (criado en Suecia y radicado hace mucho en EEUU) arma una entretenida pieza que, casi infalible técnicamente y con retazos muy destacables, no alcanza, no obstante, los picos que tanta prensa –sobre todo angloparlante– le achacan. El rompecabezas planteado en la estructura y la trama a lo largo de todo el libro, es solvente, permite mantener el foco, pero no logra ocultar el final que el lector medio intuye pronto –sin equivocarse– muy hollywoodense.
El juego de registros y planos, los diferentes recursos narrativos, el entretejido de realidades y ficciones están bien logrados. Pero como muchas de las novelas “buenas” de Vargas Llosa –precursor de este estilo–, que no alcanzaron la altura de su par de obras maestras, se queda solo en eso y no llega las cimas que a momentos se podría entrever[1]. Se nota mucho el artificio, el plan de la obra que Díaz debió tener por años trazado en pizarras o cartulinas en su estudio.
Díaz –que eligió el inglés como lenguaje literario– es un buen escritor que hay que seguir. Esta su multipremiada novela, que ya se adapta para teleserie bajo la batuta de Kate Winslet, es válida y entretenida, pero no supera a su estupendo debut A lo lejos[2] (Impedimenta, 2020).
Mensaje de amor de curso legal
Andrew funciona alrededor del dinero. No por avaricia, más bien por ego y porque es el único motor de vida que conoce. A la luz del imperio financiero de su personaje, Díaz repasa las archiconocidas pautas de EEUU: el american dream: que todo gira en torno a la posibilidad (y, por tanto, también a la eventual imposibilidad) de tener, de ganar; y que todo estadounidense que se precie tiene la incontrastable certeza de ser un privilegiado por haber nacido donde nació.
…consideraba al capital un ser vivo de existencia aséptica. Se mueve, como crece, se reproduce, enferma y puede morir. Pero es limpio. (…) eso le proporcionaba a él un placer adicional, el hecho de que la criatura intentara ejercer su libre albedrío. La admiraba y la entendía, incluso cuando lo decepcionaba. (26)
Mildred, en cambio, desprovista de angurria y pretensiones, pero con un ego y ambiciones de otra índole, redirige su talento y energía a la filantropía y, sobre todo, al arte. La cosa es –en ambos casos– evitar la nada que los acecha. Se trata de evitarse para no tener que verse ante el horror de lo que son.
La intimidad puede ser una carga insoportable para quienes, al experimentarla por primera vez después de una vida entera de autosuficiencia orgullosa, de pronto descubren que era lo que le faltaba a su mundo. Encontrar la dicha se vuelve indistinguible del miedo a perderla. (71)
No por manidos, los retratos que traza el autor dejan de ser válidos y verosímiles. Y es que si algo es indiscutible en el cliché estadounidense es lo poco que varía el pensamiento, los intereses y expectativas de su gente, desde los inicios de su vida independiente hasta ahora. En las élites privilegiadas es entendible; en las mayorías, no.
Al american dream y el orgullo ciego, deben añadirse el rancio tradicionalismo y el sentido de superioridad general que se exacerba en especial en los millonarios “americanos”. La historia y la genealogía tan arraigadas, el culto a tradiciones, estirpes, objetos y hasta oficios familiares (véase “El precio de la historia”), no son más que pretextos para reafirmar el derecho que creen tener de no mirar más allá de su propia puerta. La idea de que valen ante todo uno mismo y su familia, por sobre la sociedad, el Estado y el resto del mundo.
Las castas, esas familias tradicionales, aun las caídas en desgracia, realmente creen que son superiores y que la filantropía es suficiente para justificar todo. Viven al margen de la sociedad y del mundo a los que no entienden (no lo intentan). Cómo explicares a estos potentados –creo que está clara la extrapolación hacia la idiosincrasia general yanqui y a la política de la Casa Blanca– que su acumulación obscena por muy “legal”, “legítima” o “meritoria” que sea, es posible (causa y consecuencia) solo porque hay una correspondiente pobreza exponencial y escandalosa más allá de las puertas tras las que se niegan a mirar.
Por eso me indignan las acusaciones infundadas y difamatorias que se hacen a mis prácticas financieras. ¿Acaso nuestro mismo éxito no es una demostración lo bastante convincente de todo lo que hemos hecho por este país? Nuestra prosperidad es la prueba de nuestra virtud. (193)
En voz de Ida Partenza, una ghost writer, Díaz pone una reflexión que bien puede ser un summum de la obra, o al menos de lo que él buscó reflejar:
Las acciones, los valores bursátiles y toda esa porquería no son más que promesas de un valor futuro. Así pues, si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones (…). ¿Y la realidad? La realidad es una ficción con presupuesto ilimitado. Nada más. ¿Y cómo se financia la realidad? Pues con otra ficción: el dinero. El dinero está en el centro de todo. Una ilusión que todos hemos acordado sostener. De forma unánime. (242-244)
[1] Se viene a la mente un ejemplo para comparar: la estupenda Interestatal (Eterna Cadencia, 2016) de Stephen Dixon que, sin tanta pretensión, propone una serie de realidades alternas y variaciones de una historia que al finalizar el primer capítulo ya se conoce de pe a pa. Se intuye qué vendrá en el resto de las seis versiones (en similar número de capítulos siguientes), pero la manera en que Dixon ejecuta el plan, la obra fina, es incomparable. Hay que tener estómago fuerte y cabeza fría para resistir esta gran novela.
[2] Al mejor estilo de las road movie, y en la estela de los wésterns de Cormac McCarthy, sin por ello impostar su voz, Díaz narra en A lo lejos la extraordinaria vida de un sueco que siendo niño emigra a EEUU y pasa toda su vida perdido: caminando, sobreviviendo, huyendo en el gigantesco país, con la esperanza de hallar a su hermano. Un estupendo ejercicio de resistencia desde la misma trama hasta la habilidad del autor para narrar tanto con un contenido tan austero y pasando por los lectores que, una vez enganchados, ni por asomo se aburren o cansan.
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