Con motivo de la conmemoración, el 24 de este mes, de los 17 años del deceso de Víctor Hugo Viscarra, el Movimiento Cultural Ulupika organizó las Juntuchas Viscarreanas, una serie de actividades en homenaje y memoria del escritor. Arrancaron el jueves 18 con la premiación del concurso de cuentos viscarreanos, entre el viernes y sábado, se celebran dos mesas con ponencias y debate en torno a su obra y figura, y culminaron el domingo 21 con un recorrido por la La Paz viscarreana. La Trini tendrá pronto abundante material sobre esta actividad, y mientras, arrancamos con este texto preparado exclusivamente para estas jornadas.
I
La Paz: sentidos, sentires y sensaciones
Caminando desde la Pérez hasta San Jorge –ida y vuelta, de día y de noche–, cuando todavía no era raro andar por El Prado con una lata de cerveza. Así conocí La Paz.
Cuando los centavos alcanzaban solo para eso, y para saciar el hambre en alguno de los clásicos carritos hamburgueseros, entonces de 1,50, ahora de 10, 12 o 15 bolivianos la porción.
Caminando, de arriba abajo, de abajo arriba, con ambas laderas como horizonte inalcanzable; y trajinando día tras día entre el monoblock de la UMSA y el primer cuarto de estudiante en un conventillo moderno a 77 gradas abajo del Puente de las Américas. Así me acerqué a La Paz.
Entre escaparates inalcanzables de la entrañable Columbians (¿se acuerdan… antes de la piratería y cuando se podía pedir casetes y CD por catálogo?) y de la por entonces todavía algo novedosa y librería Yachaywasi donde un libro costaba más que el desayuno, almuerzo y cena de 10 días, como también ahora. Así me incorporé a La Paz.
Cuando los cibercafés asomaban como una casi ininteligible novedad que amenazaba (¿para bien o para mal?) con acabar para siempre con el aislacionismo que por décadas estigmatizó al país, en general y a sus escritores y artistas, en específico. En ese entonces conocí La Paz.
La conocí, también, en minibús… fácil y económica forma de recorrer las laderas de parada a parada: de Cotahuma a Villa Armonía; de Villa Litoral a Tembladerani; de Vino Tinto a Villa Copacabana (¿existieron alguna vez esas rutas, o me falla la memoria?).
Conocí La Paz, también, tanto en el caos de la Garita de Lima y la Pérez Velasco (la original, hermosa, ancestral, patrimonial… no la actual, tergiversada, herida de muerte), como en la aún entonces conservadora atmósfera familiar-provinciana de San Pedro, Miraflores y la Zona Norte, o la iniciática onda bolichera de Sopocachi.
Pero también en el eterno fragor de las calles del centro y sus marchas cada vez más contundentes, o en los temibles bloqueos liderados por el Mallku en ese despertar del cambio.
La conocí, además, en los boliches pa’ universitarios de la Montes y la México y, claro, en el Equinoccio y otros antros más refinados, cuando ya empezaron a caer unos pesitos.
Me acerqué, conocí, me incorporé a La Paz –por supuesto– por su ritmo y paisaje sonoro, al caminar de aquí a allá, o viajando en los incómodos carries y micros –siempre walkman, discman y, ahora Spotify en mano…
Asumí y me dejé asumir por esta ciudad con Atajo (el de antes, el primero, el que vale), el Grillo y el Papirri, paso a paso, disco a disco; con los inevitables retornos a Wara y Savia Nueva, y el esencial descubrimiento de David Portillo.
La conocí comiendo: desde las velas –anticucho y silpancho–, las cenas de 3,50 de la Alonso de Mendoza y los ubicuos salchipaperos de la 6 de Agosto.
Y, cómo no, conocí a La Paz leyéndola. Desde Jaime Saenz: “dando por sentado que la ciudad de La Paz tiene una doble fisonomía, y admitiendo que mientras una se exterioriza la otra se oculta, hemos querido dirigir nuestra atención a esta última…”.
Pasando por René Bascopé Aspiazu: “Al llegar al solitario sauce de la esquina, que se mecía lentamente en el frío, miré hacia atrás y me di cuenta que estaba en la frontera de dos mundos distintos. (…) Todas las casas de mi calle desprendían una luz mortecina, quizá porque su destino de barrio pobre solo le permitía utilizar los residuos de la electricidad de la ciudad…”.
… Y conocí La Paz, sobre todo, con Víctor Hugo Viscarra: “el refugio funciona en una vivienda humilde donde se habilitó un bar sucio, descuidado y de mala reputación en el vecindario. La Intendencia con todo el rigor de la ley, clausuró el local un par de veces, pero volvió a funcionar horas después”.
II
El Víctor Hugo en la literatura boliviana
Cuatro de los seis libros publicados en vida por Viscarra (La Paz, 1958-2006) vieron la luz unos pocos años después de esa mi incorporación a la Hoyada; todos gracias a la editorial Correveidile: Alcoholatum y otros drinks. Crónicas para gatos y pelagatos (2001), Borracho estaba pero me acuerdo. Memorias del Víctor Hugo (2002), Avisos necrológicos (2005) y Ch'aqui fulero. Los cuadernos perdidos de Víctor Hugo Viscarra (2007, póstumo); un libro salió a las calles pocos meses antes de mi desmebarco: Relatos del Víctor Hugo (1996) y su primer texto, Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano, data del ya lejano 1981.
Mucho se escribe y habla sobre Viscarra. ¿Un destacado escritor de ficción o un medianamente dotado cronista? ¿Mito o farsa? ¿Literatura vivida?, ¿una no ficción matizada? ¿Cómo abordar, alejados de estigmas y prejuicios la, en todo caso, insólita, singular obra de Viscarra?
Los seguidores y detractores suelen estar bastante en los extremos, por eso es saludable una mirada ecuánime, aunque algo crítica, como la del escritor Sebastián Antezana:
“Su obra, valiosa pero que no marca escuela, nace de una necesidad de darle voz a los sin voz, lo que es meritorio porque pone en relieve espacios, seres y dinámicas clásicamente marginales. Pero en sus libros, más allá de ciertos giros y recurrencias afortunadas, no se ve un trabajo especial con el lenguaje, ni se nota una escritura que sobrepase la anécdota o esté interesada por develar lo que late debajo de la fachada del intercambio social –es decir económico–, por más grotesco que sea. Su proyecto hace de la vida callejera su centro absoluto y, al hacerlo –ajena a otras fuerzas que no tienen que ver con aquello contenido en la epidermis de la acción–, resulta en ocasiones poco transcendente...”[1].
De pronto, entre las defensas argumentadas y relativizadas, honestas que no apologistas, hay que remitirse a un ensayo de Vicky Ayllón en el que la literata afirma:
“… la literatura del Víctor Hugo no puede justificarse, defenestrarse, ensalzarse o anularse por la vida que le tocó. Esto vale para los lectores como para la crítica, la academia, etc., aunque, claro, lo peor es que no se lea su obra porque con su vida ya basta. Víctor Hugo era, entre otras cosas, un escritor, y a un escritor hay que leerlo”[2].
Pocos autores bolivianos, en el periodo de referencia, provocaron tanto interés, expectativa y pronunciamientos –a favor o en contra– como Viscarra. Pocos reeditaron y vendieron tantos libros, pocos merecieron igual o más reseñas en suplementos y revistas, pocos –y he aquí el dilema que sale ya del plano literario– tuvieron una figura tan mitificada hasta el punto ya del artificio.
III
El no encuentro
Una década después de aquellos correteos iniciáticos que acabo de contar –un intento de crónica y testimonio, para acercarse a un gran cultor de estos géneros–, ya de lleno en el periodismo cultural, tuve varias posibilidades de entrevistar a Víctor Hugo. Bueno, una sola dividida en varios desplantes, pretextos y vuelteos.
El buen amigo Manuel Vargas, su editor de toda la vida, logró que Víctor Hugo me llame al periódico (¿cómo ubicarlo si no?). Quedamos en vernos a las siete de la noche de ese viernes en las puertas del Lido Grill para de ahí ir a algún boliche a charlar. Le prometí invitarle varias cervezas.
No fue, por supuesto. Me llamó un par de veces más, quedamos en el mismo lugar para los dos respectivos viernes siguientes. No fue, por supuesto. Finalmente, lo importante es leerlo y releerlo, y creo que con mi impericia de entonces no hubiese podido conseguir una entrevista decente.
Con el correr de los años, no solo conocí mejor –conocí de verdad, en realidad– La Paz, sino que me fui inmiscuyendo cada vez más en la literatura, en el periodismo y en la crítica literaria.
Conocí, entonces, de verdad y a fondo, la literatura de Víctor Hugo y muchos otros paceños. Las lecturas y relecturas de su obra me revelaron de que no es del todo cierto eso de que “no hay mejor manera de conocer algo que vivirlo en persona”. Tengo el pleno convencimiento de que Víctor Hugo contó e imaginó a La Paz y a los paceños como nunca podría verla y sentirla en años de recorrerla por mi cuenta. Cuestión de bagaje.
Tengo la certeza de que moriré en La Paz y de que haga lo haga en los años que quedan, por más que la recorra de arriba abajo, de ladera a ladera, nada podrá cambiar mi imagen fijada de La Paz de Viscarra, como la de Saenz y Bascopé.
Son “esas” La Paz las que quiero y decido tallar en mi imaginario… aquel que fue forjándose en las caminatas deslumbradas de un orureño recién llegado.
[1] Antezana, Sebastián. “Viscarra, una década” en LetraSiete, 31 de mayo de 2016. Disponible en http://letrasietebolivia.blogspot.com/2016/05/lector-al-sol.html [2] Ayllón, Virginia. “Víctor Hugo sí, Víctor Hugo no”, en LetraSiete, 20 de junio de 2015. Disponible en http://letrasietebolivia.blogspot.com/2015/06/ensayo.html
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