Fragmento del estudio introductorio de El run run de la calavera, de Ramón Rocha Monroy, en la edición de la BBB que se presentará este miércoles 18 en la Casa Marcelo Quiroga Santa Cruz
I. Vivos y muertos se van de fiesta: la novela
“¿Y por qué entonces te moriste?”, le pregunta Raúl al cadáver de don Acuti, su padre, que junto a otros muertos acaba de dejar su tumba en el cementerio de Pocona para asistir al velorio del Tata Néstor, un centenario anciano, hasta esa madrugada el más antiguo ser vivo del pueblo. “Porque en este pueblo da lo mismo estar muerto que vivo, hijo. Ya todos se fueron a la ciudad y solo quedamos los tercos y los muertos” (Rocha Monroy, 2012: 70), responde el viejo.
En Pocona conviven los vivos con los muertos. En la Pocona concebida por Ramón Rocha Monroy para su novela El run run de la calavera, porque en la Pocona real, municipio de la provincia Carrasco de Cochabamba, actualmente conviven apenas poco más de 200 habitantes aferrados a la agricultura de subsistencia y a los escasos resabios del turismo en las cercanas ruinas de Incallajta.
Cada Todos Santos llegan a Pocona –de ahora en adelante, siempre la de la ficción– no solo muchos jóvenes que emigraron a la ciudad, como es normal en todo pueblito de fiesta, sino también los muertos, los santos e incluso la misma “Ñatita”, es decir, la muerte. Vuelven los muertos cada 1 de noviembre al mediodía y se van 24 horas después, según manda la tradición,; pero en esta obra del autor cochabambino –incluida entre las 15 novelas fundamentales de Bolivia y en la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia– no se trata solo de almas presentes en el imaginario de sus seres queridos, sino de personajes corpóreos, muertos pero vivos: esqueletos cada año más descompuestos y achacosos.
Personajes muertos, animales (Diógenes, el burrito del Tata Néstor) y objetos (botellas de cerveza que “parecían beberse a sí mismas) cobran vida; los difuntos comen, beben, se preocupan de su aspecto personal y sus pertenencias, en espera del trance por un limbo hedonista y pantagruélico tras el cual pasarán, o eso al menos esperan, a mejor vida. La muerte, la fiesta (lo lúdico) y lo marginal trascienden a esta novela no solo desde lo temático, sino también en el enfoque, en las estrategias narrativas usadas por el autor.
El juego, lo lúdico –y, por tanto, lo dual, según observa Mauricio Murillo (en Rocha Monroy, 2012: 22-23) – se impone en varios momentos (la rayuela, la wallunka, los coqueteos y picardías) y llega hasta su estructura: el narrador y los personajes hablan abiertamente de estar en una novela; los surcos del sembradío, las palabras y acciones se “salen” de las páginas. La metaficción, entonces, está presente de manera decisiva en El run run… como también en Potosí 1600 y, en menor medida, en Ladies Night, dos de las más importantes novelas de Rocha Monroy, de las que también nos ocuparemos luego.
En la esquina de las hermanitas Morató, las botellas se santiguaron debido a que era el cruce de dos acequias; y en la de doña Hermelinda encomendaron su alma a Dios, pues el Chevrito tenía que doblar a la izquierda ladeándose hasta el límite del equilibrio (Rocha Monroy, 2012: 49).
“[L]a novela –sostiene Murillo (2012: 26)– se lee y se critica y se recrea a sí misma. Se consume en sí, pero al hacerlo no se acaba, sino que es reactivada por el lector para crear no solo una buena historia, sino una idea total de ficción y de escritura”.
Si hay fiesta y ánimo juguetón, no están ausentes, entonces, el alcohol y el hedonismo latente en toda la obra del autor, como se verá más adelante. En medio de la borrachera una santa tiene sexo con un mortal; la Ñusta con otro. Cristo sale de su cruz en el altar de la iglesia del pueblo y participa en su procesión junto a su madre, la Virgen. Un muerto muy viejo le da a su hijo su reloj de bolsillo para que lo haga arreglar y se lo devuelva el año siguiente. Tan bien la pasan los difuntos en su agasajo anual, que deciden “rebelarse”, no volver a sus tumbas y quedarse para siempre en el mundo de los vivos. Solo una acción in extremis de la Ñatita lo evita: gana sus almas jugando a la wallunka.
Si bien en Bolivia Todos Santos es una realidad ficticia per se –sin prácticamente racionalizarlo, la mayoría de la gente asume, acepta que los muertos dejan su mundo para visitar este–, en El run run… las tradiciones y creencias son llevadas a un plano de naturalización extrema, al punto que lo sobrenatural es común y habitual para todos: “cadáveres que caminan, cuerpos que se desentierran”, sostiene Murillo. “Los vivos y los muertos en sus borracheras, siestas y velorios, festejan la relación entre la vida y la muerte, no la ensalzan ni la sacralizan”, agrega (2012: 18-19).
Murillo se detiene también en el “coqueteo” y la “seducción” (2012: 20), que en prácticamente todas sus novelas Rocha Monroy presenta como un “ritual” sociocultural indisolublemente ligado a la fiesta –religiosa, casi siempre– y, por lo tanto, a los excesos en la comida y el alcohol. Veamos un ejemplo:
Esa quimba fue memorable. El Néstor, ya sin hernia, garabateó antiquísimos zapateos y la Virgen lo siguió moviendo sincopadamente sus santas caderas. Santa Bárbara casi pierde la doncellez, penetrada por los ojos de miel de caña del Tata Belzu. Y a la hora de jalear, hasta patadas de cabra se oían, pues algún diablillo logró colarse al templo sin que el Señor del Consuelo –que todo lo ve– se ofendiera. Don Raúl lloraba de gusto. El charango se levitaba en sus manos. El acordeón del Valois tenía el fuelle congestionado de tanto soplar en vano, pues la charanga sí que inflaba los carrillos de los músicos difuntos que, por lo visto, no habían olvidado su oficio (Rocha Monroy, 2012: 79).
El run run de la calavera, es, entonces, un microcosmos en sí mismo (ficción, a fin de cuentas), pero no cerrado ni desconectado de la “realidad real”, por definir de alguna manera el plano en el que su autor la concibe y plasma. Cuando los personajes empiezan a interactuar con el lector, tomando conciencia de que están dentro de un libro, este adquiere una atmósfera casi psicodélica, beatnik:“Yo he descubierto una cosa peor, don Agustín. Y es que no solo usted, sino todos, vivos, muertos y santos que habitamos este libro, jamás podremos escapar de él. De este mundo no podemos caernos” (Rocha Monroy, 2012: 143).
Carlos Castañón Barrientos (1986: 179-180), que proclama a El run run… como “la” novela boliviana sobre “la noche de difuntos”, coincide con esta lógica, y afirma que “el mundo pintado en la obra es variado y animado, pero su vigencia es limitada y eso lo saben todos los personajes. El romper del alba pondrá fin a las cosas”.
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