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La memoria sonámbula

Un análisis de El hombre tocado de viento (Editorial 3600, 2022) de Guillermo Ruiz.



Faustino Figueroa y Felipe Lens, bohemios aspirantes a escritores, parten de la aún provinciana La Paz a un París casi irreal de 1950: el parnaso en su mejor momento, donde el destino los cruza ante los mismísimos Sartre, Rene Char, Camus, Cioran y más. De eso va El hombre tocado de viento (Editorial 3600, 2022) de Guillermo Ruiz.


Por casi dos décadas los inseparables amigos comparten pobreza y aventuras, pero mucho menos dura la consigna común de triunfar como artistas o intelectuales en la mágica ciudad luz. Faustino lo logra a medias y termina al pie del cañón cuando las ideas (política, filosofía) sobrepasan su voluntad de escritor.


Sin duda, sometido a la intuición del verdadero artista, no tenía la menor idea de lo que hacía. Se dejó llevar por el animal oscuro e insaciable que lo habitaba. No se cortó una oreja; hizo algo más radical: con una especie de fascinación morbosa, se deshizo a sí mismo progresivamente hasta el desvanecimiento total. (235)


En cambio, Felipe, derrotado de antemano, sucumbe a lo mundano: mujer, hijo, estabilidad, sin poder, no obstante, huir nunca de ese largo episodio de su vida que mantiene encapsulado para siempre.


En el ínterin, nos enteramos de que la “gran novela boliviana” se perdió para siempre no una sino tres veces: en las aguas del Sena, por torpeza del autor; en un mar de arbustos, lanzada por un furibundo Char; y en el furor de las calles del mayo del 68. Novela entre comillas, porque en realidad eran manuscritos iniciales, relatos y divagaciones de Faustino Figueroa, en boca de Felipe, “el mejor escritor boliviano de siempre”.


A uno le dan ganas de seguir acompañando a este par de bolivianos por los cafés y buhardillas de París, pero la trama se bifurca con saltos al presente narrativo: los últimos días de la dictadura de Banzer, y a un punto intermedio, poco antes, en la quinta cruceña de la vejez de Lens. Ruiz recurre a un viejo y arriesgado recurso: narrar desde un personaje marginal que recuerda todo (la trama de la novela) en su hora final. Jairo León, ese narrador, juega un rol diseñado a partir de la doble memoria: cuenta lo que otro le contó sobre una tercera persona. Al borde de la muerte, en la dictadura, rememora lo que Lens –ya viejo y perdido en el laberinto de sus recuerdos– le contó sobre Figueroa.


…y al final emergió de su somnolencia con cara de placidez, dando la impresión de que no se había enterado de su conducta de sonámbulo. Bien mirado, había actuado como tal la noche entera, llevándolo de la mano por las calles de un París que ya no existía, resucitando a los muertos, exhumando un vasto y vívido territorio de cenizas. La memoria es una forma de sonambulismo, pensó. (124)


El hombre tocado de viento aparenta a simple vista un par de tópicos: es una novela sobre escritores y literatura, peligroso eje del que pocos salen indemnes; es un homenaje más, entre tantos, al mito de la París cosmopolita y es otra novela boliviana con un fuerte sustento argumental en la dictadura militar. Pero no. Ruiz, literato, lector, conoce de qué van los novelistas y filósofos hechos personajes y a quiénes presenta en diálogos convincentes; conoce muy bien París y su historia reciente, como para llevar al lector de la mano por sus barrios y callejuelas; además, maneja adecuadamente los momentos de la dictadura, sin caer en anacronismos o burdos llamados de conciencia. Lugares comunes incluidos, presenta una muy sólida novela, con momentos entrañables, memorables, de sus dos bien logrados protagonistas.


Presenta, también, el autor paceño, una suerte de road movie, no solo por el correteo por las calles parisinas, sino por el transitado ida y vuelta en las vidas y memorias de sus protagonistas. En un momento en que Lens posterga, una vez más sus pretensiones personales (volver a Bolivia, reclamar su herencia y vivir bien con su familia) por no dejar desamparado a Figueroa, cavila…:


…era un buen ejemplo de eso que algunos llaman el azar y que, en realidad, no es sino un nombre arbitrario para un orden superior, incomprensible y a la vez diáfano, que va improvisando nuestras vidas tal como lo haría un jazzista fogoso, cansino, malévolo o inspirado según el momento. Algo así como el viento, que se parece tanto a nosotros, y cada día nos envuelve como si intentara meterse en nuestro cuerpo. El viento, que en realidad ya está aquí dentro, ya nos habita y nos inquieta y nos borra un poco más cada día. El viento, que no tiene cara. (147)


Ruiz repite –con los mismos aciertos, además– una de las premisas de Días detenidos (Editorial 3600, 2019): la doble migración: el regreso a Bolivia tras toda una vida en París. La calidad de extranjero, la categoría de extranjería en todas sus dimensiones y alcances, y ahí viene bien el guiño con Camus:


Se adentraron unos pasos en el puente y Camus recitó a media voz: “Vienne la nuit sonne l’heure / les jours s’en vont je demeure”. –Todo el misterio del tiempo cristalizado en dos versos, ¿no les parece? –dijo Camus–. El tiempo es lo que se va, pero también lo que se queda. (60-61)


Guillermo Ruiz tiene 40 años. Su madurez es evidente en lo bien logradas que están sus dos novelas: correcta concepción (lo subjetivo) y buen diseño narrativo estructural (lo objetivo); y en la buena resolución de estos dos niveles (la habilidad, el trabajo).


Los mejores narradores bolivianos actuales –grupo en el que se lo debe incluir– son en su mayoría contemporáneos suyos. Muchos de ellos, luego de sus exploraciones iniciáticas más ortodoxas, tienen últimamente horizontes y rasgos comunes: la realidad distópica, lo sobrenatural, lo gótico, lo fantástico. Otros tomaron otros caminos de inicio: lo barroco místico o la exhaustiva revisión histórica documental como base de la ficción. En ese contexto, Ruiz tiene una voz e impronta muy originales y reconocibles: no tiene miedo ni complejos a la hora de “caer” en los mentados tópicos (hechos políticos y sociales, manidos recursos narrativos) a los que muchos, y generalmente con razón, rehúyen a toda costa. El escritor paceño no ve, a la vez, la necesidad obsesiva de matar a los padres y diferenciarse. Por esa calma seguridad, claro que se diferencia.

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