La certeza de un todo
- martin zelaya
- hace 7 días
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Reproducimos el prólogo del libro Mixtura imposible, antología de cuentistas bolivianos preparada por El Cuervo, y que se presenta este jueves 3 en la Feria Internacional del Libro de El Alto.

Mixtura imposible conforma un todo circunstancial, pero fundamental; un summum tan oportuno como necesario; acaso la puerta abierta definitiva para abordar este viaje inolvidable que sigue gozando la narrativa boliviana desde muy poco antes del inicio de este milenio. El grueso de sus tripulantes esenciales, sin lugar a dudas, está presente, y por eso el todo hecho de pequeños enormes aportes, tiene un valor inestimable.
“Destello”, de Claudia Peña –como pudo haber sido cualquiera de los 10 cuentos de escritores bolivianos reunidos en este libro[1]–, nos servirá como eje de convergencia para intentar hallar hilos conductores, para tener algunas certezas de un todo que, en todo caso, vale más y mejor al abordarse y disfrutarse desde cada una de sus particularidades.
Superada ya hace mucho por la literatura la necesidad de encasillar o hasta imponer rasgos comunes (generacionales, regionales, temáticos y hasta políticos), hay ocasiones –como esta– en las que no se puede resistir la tentación de crear lazos, aventurar posibles equiparaciones y analizar sus causas y efectos; aunque sea solo para tener pretextos para saludar iniciativas como esta “mixtura imposible”.
Puestos a buscar relaciones, las posibilidades objetivas y subjetivas son infinitas: vínculos en temas y estilo, influencias, guiños de ida y vuelta entre uno y otro(s); entre todos y cada uno. Poco fructífera labor, insistimos, pero, a modo de llamar a la lectura detenida y crítica de esta selección, y como pretexto para dar breves pantallazos de cada texto, el referido relato de Peña calza a las mil maravillas.
Un pantallazo final
Tras recibir un disparo en el pecho un hombre se enfrenta a una avalancha de recuerdos –como cuentan que ocurre en la recta final, cuando se avizora la luz en las postrimerías del túnel–, pero también de angustias y temores. La muerte como realidad y como rutina inevitable, pero también como desgarrador adiós. El proceso, el camino, el lento avanzar hacia ella; su inminencia, duración y consecuencias. Todo en un cuento más bien breve, pero inmenso en su abarcar y en su milimétrico diseño. Así es “Destello”, con el que Claudia Peña ganó el Premio Nacional de Cuento “Franz Tamayo” 2016.
“Un cuerpo se asoma al abismo pierde tierra y empieza a caer, inútiles los poderosos músculos, los pies en el aire, el minúsculo rozar de la tierra ahí abajo…”, escribe Peña. Una reflexión, desde un ángulo pocas veces explorado, el del protagonista del fin, sobre la fugacidad y la insignificancia de una vida en la totalidad del tiempo; y, claro, por el contrario, sobre su inconmensurable valía en el punto y ámbito precisos. Pero “Destello” también es un canto a lo natural, bucólico; un canto a la pureza y libertad propios hoy de solo muy pocos espacios. Es, por tanto, una evocación un retorno pendiente (o definitivo).
(…) los árboles, que todo lo ven, parecían suspendidos en el aire ¿sienten apego los árboles? cuántos años habrán tenido. ya estaban ahí antes de la casa, antes de las vacas y sus mugidos, antes de las cadenas y los desbrozadores. por sobre esos árboles habían pasado muchas lluvias y muchos vientos lunas, y cuando había el bosque, animales salvajes también los ritos las jaurías los meses de criar de cazar la violencia de buscar la vida (…).
Además de muerte y naturaleza, este cuento es también un canto a lo onírico; a la memoria, lo trascendental y a los sentidos, nuestra herramienta para disfrutar y sufrir este tránsito breve entre la inexistencia inicial y la definitiva.
La Bolivia rural
Con “Destello”, “El señor de la palma” y Chaco”, “Se escribe con V”, de Magela Baudoin, podría componer, si sucumbimos a la tentación de tejer lazos, una caprichosa tetralogía de lo rural y pueblerino.
Una joven tullida cuenta todo desde su diario. El pueblo se alborota cuando empiezan a aparecer animales mutilados, y ocurre lo de siempre: la ignorancia y miedo sobrepasan el sentido común y llevan a la estupidez colectiva: la “turba enardecida”. Como sucede también en los otros ejemplos de este cuarteto, Baudoin alcanza una nota alta al reproducir el habla popular (valga en esto último referir similar logro también en la pieza de Urrelo).
En “Chaco”, un joven crece en una miserable aldea junto su madre tartamuda y su abuelo alcohólico. Un día, por juego y aburrimiento, mata a un indígena y poco a poco el espíritu de este empieza a gobernarlo.
Hay un notable trabajo de apropiación del lenguaje de los pueblos originarios chaqueños, pero, sobre todo –tal y como ocurre en “Destello”– de la idiosincrasia; uno intuye que Liliana Colanzi llegó a sentir-pensar-creer como los personajes a los que retrata. Esta es una muestra incuestionable de oficio y trabajo serio en literatura.
De joven fue violinista y lo buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese, le decía espantando a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde el interior del vidrio.
“El Señor de las Palmas”, de Edmundo Paz Soldán, transcurre en un futuro cercano. Un hombre huye de la ley tras haber estafado a miles en una financiera y cae en una secta-empresa en la que el patrón es un holograma que embelesa a los obreros para que procesen toneladas de bananas de su enorme propiedad en jornadas de 12 horas de trabajo. Tan bien les lava el cerebro que lo consideran casi como un santo y, encima, aceptan que no les pague: les vende el discurso del gran emprendedor y les asegura que sus jornales están invertidos en una moneda virtual que, según la App de la empresa, no hace más que crecer. Pero, ¿dónde están los billetes?
Edmundo tiene una pericia a toda prueba. Las historias le fluyen con pasmosa naturalidad y en este texto debe destacarse la coherencia de una propuesta solvente con una idea-preocupación (postura política) sobre el devenir en lo medioambiental; lo político y lo social desde una perspectiva actual, cuando cada vez son más claras las señales de alarma ante una, al parecer, irreversible decadencia.
Tanto en tan poco
Luis se va a EEUU sin su mujer ni su hijo pequeño, y casi sin quererlo, se queda “para siempre”. Ahorra, progresa y aunque con los años se adapta y hasta encuentra nueva pareja, nunca llega a deshacer del todo las maletas. Un día, 17 años después, su hijo, todo un desconocido, va a visitarlo y, lejos de un previsible desencuentro, todo indica que la historia de migración y fatua estabilidad volverá a repetirse.
Como todos los textos de Hasbún, “Una magia inversa” está atravesado por la reflexión y la memoria (categorías presentes en nuestro modélico “Destello”); los personajes se interrogan permanentemente –de manera consciente o no– sobre su momento y lugar, así como el autor busca incansable –de manera consciente o no– las respuestas para todo aquello, todos sabemos, imposible de resolver. Narración concreta, precisión en el lenguaje; ni una palabra demás, ni un signo de puntuación desaprovechado. Solo Hasbún es capaz de decir tanto con tan poco. Nadie como él para sacarle el jugo a lo connotativo.
No le contó nada, ella sabía poco de su vida anterior y no era necesario darle más preocupaciones de las que tenía. Le gustaba que su relación se mantuviera un poco en la superficie, que careciera de agujeros negros (…). Todo vuelve y es bueno que todo vuelvan y da miedo que todo vuelva, se decía él.
Como muchos de los relatos del cochabambino –insistimos– la mirada está volcada en la familia y la evolución de las relaciones, los afectos, amores y desamores; pero también por el paso del tiempo y su devastador efecto. El destino de Luis y su hijo Ladislao, parece recordarnos que lo que no se decide-hace-dice en el momento oportuno, calan mucho más de lo aparente, llegado el momento.
Submundo paceño
El inconfundible tono y registro de Wilmer Urrelo –desenfadado, con desparpajo– y sus siempre a mano personajes postizos (en este caso, “Lanudito”) nos llevan a un texto que sin desmerecer, ni mucho menos, el tema (el qué) –un muchacho que se vuelve cogotero– descuella por la técnica narrativa (el cómo): interposición e interrupción de voces: la primera persona del protagonista y la voz neutra de sus interlocutores.
Por el momento no se oye nada, salvo la respiración entrecortada del dormilón. Entonces se jode todo. Toda la calma. Mi sueñecito. Alguien golpea la puerta de metal de mi cuarto de forma repetida. Y una voz femenina dice: “¡Marcelo!”. El muchachón despierta, abre los ojos.
Buenos días alegría
-¡Despertate, flojo! ¡Marcelo!
Más allá del remarcado oficio en el manejo de lenguaje, que equipara a todos los antologados, no se debe obviar un vínculo de este cuento con el de Rivero en el hecho de que si bien en ninguno hay una realidad sobrenatural como tal, sí se especula con la supuesta continuidad de la vida (o una forma de esta) tras la muerte.
Y sí, también hay un nexo con “Serenata cósmica”, de Juan Pablo Piñeiro, cuando reparamos que ambas historias se sustentan en los muy logrados retratos de los personajes.
Piñeiro cuenta los avatares de un viaje en bus por los Yungas paceños. A partir de las pequeñas subtramas y eventualidades de cada personaje, pero siempre en la perspectiva del narrador protagonista, el autor mantiene en todo momento la premisa que muestra libro tras libro: trazar una introspección, un ensayo reflexivo sobre la condición de vida-presencia-existencia; el fin-destino-sentido de todo cuanto pasa.
Allín viaja siempre mirando por la ventana, como si esperara que alguna presencia del camino le revele con su alfabeto de polvo la ruta que debe seguir. En el fondo prefiere no tener una.
Hay que recalcar que, en Piñeiro, la reflexión es un fundamento, una constante ontológica (como ocurre también en “Destello” de Peña); no como en los casos puntuales de Hasbún y Antezana en los que esta cualidad es solo una característica de los personajes, un recurso narrativo para darle espesor a los relatos aquí escogidos.
Realidad aparente
En “Cuando llueve parece humano”, de Giovanna Rivero, una anciana de ascendencia japonesa sobrevive su retiro cultivando flores, enseñando origami y recordando. Alternan en su rutina su hija periodista, la inquilina Emma y su difunto esposo, cuya presencia trasciende más allá de la memoria personal.
Este relato bebe tanto de la tradición del cuento clásico con sorpresa final, como del sello característico que la autora imprime a su literatura hace ya al menos tres de lustros: no todo lo que parece ser real lo es, o de pronto: no todos los que parecen ser, en realidad están.
Los escenarios familiares engarzan con la pieza de Hasbún, así como la pulcritud y ritmo veloces (que, claro, van además de la mano de “Destello”). Rivero maneja la técnica tradicional del buen cuento: atmósfera incierta, dosificación de pistas y giros inesperados, en combinación con temáticas e intereses específicos: tratar la realidad de la mujer, las minorías y la violencia intrínseca en la sociedad.
Futuro indeterminado. Una mujer camina hacia la muerte: reciclaje programado cuando uno deja de ser fuerte y útil. En “Bajo bosque”, Sebastián Antezana se vale de esta simple premisa para crear un ámbito angustiante: la sociedad totalitaria que determina cada detalle de la vida individual en pos de una comunidad homogénea y artificial.
Si por un lado no pueden obviarse las ligazones con “Destello”: los últimos instantes de una vida; por otro hay que agrupar este texto con los de Barrientos, Paz Soldán y, de pronto, Rivero en el saco de los relatos colindantes con lo fantástico, apocalíptico o, al menos, con la ficción especulativa. En lo formal-técnico, el autor comparte con Hasbún el tono reflexivo introspectivo: la voz dominante (narrador omnisciente) escudriña a fondo la situación, el pasado y las perspectivas del personaje; en este caso, la aterradora impotencia de una mujer en un tiempo en el que la obsolescencia programada también vale para la humanidad.
…su decaimiento interno la iba dejando cada vez menos capaz de hacerlo, menos veloz, más débil. Y para escapar de ese destino inescapable, como un modo de huir del final al que estaba destinada, del gran bosque en el que se recomponían los cuerpos en un lago de materia líquida, corría. Corría para olvidar que un día no podría correr más. Y ese día había llegado.
Un hombre vive sus instantes finales tras la masacre del régimen militar. Está en una cueva junto con el espectro-memoria de su mujer, María. ¿Es él o el delirio de ser él? No se sabe y poco importa.
En “Todo lo mirado reclama un ojo”, de Maximiliano Barrientos, recuerdos-visiones-deseos se mezclan en un largo y tortuoso final –el del protagonista y su mundo conocido– que le hace un guiño a Rulfo: llega un moribundo soldado desertor y juntos parten –este último cargado a espaldas del otro– hacia lo inevitable, siguiendo el susurro de María.
El cielo cada vez está más rojo. Me siento a un metro de la puerta y canto para nadie o para ella, y en algún momento, el lenguaje me expulsa, me deja acá afuera, con todos estos colores imposibles.
Si bien en el clásico “No oyes ladrar los perros” del maestro mexicano, padre e hijo van con la tenue esperanza del remedio, ahora la marcha más bien es en desesperada persecución del fin.
Un necesario summum
La inminencia del fin liga al relato de Maxi con “Destello” y con la pieza de Antezana; pero, como se adelantó más arriba, el paralelismo es general, en cada uno y en todos. Y es que, si algo distingue a este grupo heterogéneo, es el compromiso total por lograr un trabajo de alta factura: puede gustarnos o no un cuento o novela suyos; puede cautivarnos más uno que otros, pero es muy difícil hallar debilidades estructurales, formales, técnicas. Profesionalismo absoluto. Un ejemplo –de pronto el más destacable– es el manejo puntilloso, obsesivo del lenguaje, en el marco de las concepciones y búsquedas de cada uno, pero siempre en lo alto, cerca de la excelencia.
Mixtura imposible vale como panorama general de las letras bolivianas contemporáneas, pero vale mucho más, en todo caso, para a partir de aquí detenerse en las singularidades: disfrutar de cada estilo, enfoque, matiz que ofrece cada autor con su oficio, bagaje y motivaciones propias, únicas. Es en esta perspectiva en la que sí amerita trazar una línea tangencial: la suma de individualidades, aquí, certifica lo que ya es una verdad asumida: el ya largo gran momento de la narrativa boliviana. Esta mixtura imposible es la palestra perfecta para, a partir de varias piezas maestras, corroborar la certeza de un todo.
[1] Como precisa el editor, el único criterio de esta selección es que los autores escribieron la totalidad o gran parte de su obra en lo que va del siglo XXI. Para ser precisos, solo Edmundo Paz Soldán y Giovanna Rivero publicaron sus primeros textos en la década final del siglo pasado.
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