Esta semana se recuerdan el Año Nuevo Andino Amazónico y la Masacre de San Juan. En este texto se reflexiona sobre el archivo fílmico y de imágenes producido en torno a ambos sucesos.
En algo en que vamos a insistir en estas columnas es en reflexionar sobre el cine como aparato cultural privilegiado en relación con la memoria de los pueblos. Por estos días recordaremos el aniversario de un acto criminal perpetrado por el Estado boliviano: la Masacre de San Juan, y, por otro lado, la puesta en escena del Año Nuevo Andino Amazónico.
Para hablar de cine e historia en Bolivia, se tiende a nombrar a Amargo mar (1984) de Antonio Eguino como ejemplo, ciertamente grandilocuente y poco controversial por la temática: la pérdida del mar; sin embargo, en aulas o espacios de reflexión sobre el cine, la relación cine-memoria se torna esquiva, quizás porque se edifica frente a la historia, la cual es institucional, estatal, oficial y reclama para sí la verdad (historia de los hechos dixit). La memoria como territorio en permanente mutación, inaprensible para la ciencia histórica, encuentra en el cine y las artes un terreno legítimo para representarse y con ello restituirse. En el caso boliviano contamos con varios ejemplos, pero uno potente es El coraje del pueblo (1971) de Jorge Sanjinés, que recrea la masacre de San Juan.
La recreación en esta pieza documental se edifica mediante la rememoración de sobrevivientes de la fatídica madrugada del 24 de junio de 1967 cuando el Ejército boliviano tomó a sangre y fuego la localidad minera de Siglo XX. Los testimonios en viva voz de los sobrevivientes, que a su vez son testigos, sumados al emplazamiento de Sanjinés y su equipo al terreno donde ocurrieron los hechos, imprimen en el registro el fulgor de la verdad que se desea de todo material que hable de la realidad, en este caso, de una realidad (una masacre más…) que no figura en los libros de historia de Bolivia.
Los cuerpos, con sus voces, narran esa jornada en el lugar de los acontecimientos, de manera lineal. Sanjinés, entonces, señala, evoca, establece una relación entre el espacio y el espectador, a través de la voz del testigo; es así como construye y se apropia de ese recuerdo.
Puestos a hablar de efemérides, esta misma semana, el 21 de junio, se celebra el Año Nuevo Andino Amazónico que, si bien no cuenta aún con una película icónica, ha producido una serie amplia y dispar de artefactos culturales de promoción. De la época del video analógico contamos con Siembra (Aguilera, 1988) producida por una ONG, y que apunta a relievar al 21 de junio –solsticio de invierno– como el inicio del año agrícola con todos los ritos de agradecimiento que ello conlleva.
Otras piezas audiovisuales se centran en la conmemoración del Willkakuti, Inti Raymi, o Año Nuevo Aymara, entre otros, desplegando una serie de declaraciones de especialistas, autoridades y sabios, y confluyendo, en la mayoría de los casos, en una misma imagen del amanecer del nuevo tiempo: el sol emergiendo sobre montañas o sobre ruinas. Varias producciones son apoyadas desde los estados (Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador o Perú) y por el sector privado vinculado con el turismo y la promoción de bienes patrimoniales; sin embargo, solo el Estado boliviano garantiza la reproducción de dicha festividad mediante el establecimiento de ceremonias públicas oficiales y la declaración de feriado con suspensión de actividades.
Una pieza concreta como la referida película de Sanjinés y una conmemoración como el Año Nuevo Andino Amazónico son ejemplos diáfanos de dos operaciones sobre el cine/imagen respecto a la historia y la memoria.
En el primer caso, se enfoca a la memoria como un patrimonio de los sobrevivientes y de quien puede verlos y escucharlos; es decir, de la sociedad que los cobija y otorga sentido en la rememoración silenciosa. La memoria, en ese sentido, se constituye en trinchera. Mientras que en el otro caso, la oficialización de la conmemoración del Año Nuevo Andino Amazónico, puede ser comprendida como el reconocimiento del Estado a una práctica y, sobre todo, a los sectores sociales que la practican; es decir, la estatalización que confiere un rostro oficial, dejando al descubierto la voracidad y capacidad del Estado de fagocitar las prácticas sociales y culturales y asignarles un lugar, espacio y tiempo o, en otras palabras, introducirles en su historia, proyecto y relato oficial.
En ese sentido, la historia y uno de sus aparatos como es la conmemoración publica, actúan de manera conjunta. Sin embargo, las representaciones del Willkakuti aún no gozan de imágenes estandarizadas, homogéneas, y en las disponibles predomina la instabilidad, lo que, mirado de cierto ángulo, le otorgaría vitalidad y evitaría, hasta ahora, que se reduzca a un acto conmemorativo más, acartonado y predecible como tantos otros.
El coraje del pueblo desde el Nuevo cine latinoamericano, cuyo referente ineludible es Jorge Sanjinés, habita en la vitalidad de la memoria de la lucha obrera; y el Willkakuti, una conmemoración ritual pública que produce imágenes para difundirse y reproducirse y con ello garantizar su espacio en la historia oficial del Estado, habita en la puesta en escena de la historia de Bolivia.
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