Un comentario de La noche de viernes, obra teatral de Jaime Saenz que recién se estrenó –íntegra–, hace un par de semanas en La Paz, décadas después de la muerte de su autor.
La experiencia que regala el teatro no inicia con el último timbre, ni con el primer apagón, ni con el pedido de silenciar los celulares. El suceso inicia mucho antes, con las expectativas, la información previa, el recibimiento, la compañía y todo lo que está alrededor antes y después de la subida de telón. Y, claro, tampoco termina con el último apagón, ni siquiera termina esa noche, sigue hasta que lo vivido deje de rumbear por la cabeza. Lo mágico del teatro es que se instaura en un cuerpo a cuerpo irrepetible, tiene una dimensión que excede al lenguaje y que, sin embargo, tiene que ver con las palabras.
Tenía en la cabeza una puesta en escena de La noche de viernes hecha en el Puraduraluvia en los años 90. Blanca Wiethüchter quiso hacer un homenaje a Saenz y propuso a varios teatreros hacer la segunda escena. Resuena todavía en mi cabeza la voz del gran Pedro Grossman, “Rataplán, rataplán”, “rueda de barriga”, “barriga de rueda”. Tenía vagas reminiscencias de la escenografía, el taller montado, una inmensa rueda. Tenía también en la cabeza la lectura hecha por Saenz, Wiethüchter, Villalpando, Urioste y otros. No olvido el cassette que dio tanto regocijo antes de la publicación hecha por Plural.
Fue un privilegio ir al teatro en teleférico, dar toda una vuelta por los aires evocando imágenes, esperando una puesta en noche de viernes. Además del precipicio, además del corte, desde las cabinas plateadas, se veía también unas fogatas hechas por los adivinadores que tienen sus casetas paralelas a la riel. Una hilera de fogatas se veía al lado de las casetas la noche del viernes.
La experiencia teatral tiene que ver también con la acogida, me gusta pensar, con el crítico Frederique Chevallier, que el teatro es un convite. Los anfitriones te invitan, te brindan lo que han preparado especialmente para ti y los que se sientan a tu lado, y también para los que se sientan un poco más allá. El recibimiento fue magnífico, el mismísimo Miguel Pecho, productor, estaba en la entrada, tenía unos audífonos con micrófono, ya se anunciaba un gran despliegue. ¡Qué alegría! La exestación convertida en centro cultural, un teatro hizo su aparición en la ínclita ciudad, todavía los asientos tenían plásticos, todavía los calefactores estaban cubiertos; un teatro ya estrenado para estrenar. Todo muy coqueto, amistades por doquier, ¡qué linda llegada! Y por si fuera poco una baraja de sitios, las reservas estaban hechas por letras y las filas estaban numeradas, a tomar por asalto los mejores asientos, a tres filas del escenario, justo al medio, que vivan los estudiantes.
Un detalle a modo de complemento: era importante hacer visible que todo estaba autorizado por las herederas, un banner del Archivo Jaime Saenz ondeaba vigilante al finalizar las gradas, se veía fotos de calaveras a izquierda y a derecha, “una calavera con ansias de ser retrato” también recibía a los convidados. Autorización tenía Farfán, mordaza de barriga no rueda.
¡Arriba el telón!, ¿cómo resolvió Freddy Chipana el desafío de poner en escena las tres partes? Algo del escenario y el vestuario sigue las indicaciones que aparecen en los collages y dibujos publicados en el libro. Los caballeros, el horno y la rueda se pueden identificar claramente, lo demás había que imaginarlo.
La primera escena, la de la peluquería, es poderosa. Los caballeros de negro, encopetados y con lentes oscuros se paran frente al público. Los turriles se disponen a los lados. El peluquero, el oficial y el lustrabotas interactúan. De inmediato se configura un espacio, el de la peluquería en la que se cría diversos animales, presentes pero invisibles; el de un renegón que pregunta por el “rol del peluquero en Bolivia”.
La segunda escena es imponente. La herrería, la rueda, el maestro, Farfán y la mujer. La atmósfera se ha instaurado. Maestro y mujer discuten, se insultan. Es necesario usar la mordaza. Aquí se regala una de las imágenes menos olvidables del teatro boliviano: la mujer habla, se toma la cabeza, sus cabellos ocupan el lugar de su rostro, se mueven, son una máscara natural que cobra vida. Todo está oscuro, la luz le da protagonismo en primerísimo plano. Es el taller de la mordaza.
La tercera escena es demoledora. Los gordos, el condenado y el horno. El diálogo es difícil de seguir. Los gordos se desdoblan, se regocijan y predicen. El condenado aparece arriba del horno. El diálogo es denso, pesado, la actuación es soberbia. Mientras hablan el falso Anacahuita y el condenado, uno de los gordos queda paralizado, no se mueve, lo trasladan de un lado a otro, sensación desconcertante, dolorosa.
Al final Freddy Chipana no resiste dirigirse al público y da pautas de lo que fue el proceso creativo: “había que meterse al mundo saenziano”, dice. El mayor desafío fue, sin duda, llevar a escena un texto complejo y conjugarlo con la presencia de grandes actores que no trabajan juntos habitualmente –la ficha técnica es impresionante: Patricia García, Kike Gorena, Bernardo Arancibia y Luis Caballero, entre otros–. El resultado del lado del público fue vivir una experiencia envolvente, cómica e inquietante a la vez. Los anfitriones hicieron un convite esmerado, ofrecieron el don de una gran producción, de esas que son escasas en el país, pues requieren presupuesto, tiempo y entrega. Un lenguaje y unas escenas saencianas se hicieron presentes, un mundo paralelo había sido creado. Todo fue festejo, nada fue tristeza, todo fue alegría.
Ficha técnica
La noche de viernes
Dramaturgia: Jaime Saenz Dirección: Freddy Chipana Producción: Miguel Pecho Escenografía: Juan Carlos Ferreira y Janeth Cerrogrande Vestuario: Angie Vatuonne Iluminación: Sergio López Elenco:
Patricia García Bernardo Arancibia Kike Gorena Marcelo Fuentes Luis Caballero Nelson Zanga Rivas Fernando Botelho Aníbar Lima
Fotos: Gentileza de Miguel Pecho/El Demoledor
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