Una lectura de El pasajero, la primera parte de la “novela doble” que marcó el regreso de Cormac McCarthy, acaso uno de los mejores escritores vivos.
Cuando el comienzo de la noche universal sea por fin reconocido como algo irreversible, hasta el más cínico de los cínicos se asombrará de la celeridad con que se abandonan todas las normas y restricciones que apuntalan este chirriante edificio y la gente abraza todo tipo de aberraciones. Todo un espectáculo. Por más que breve (161).
Cormac McCarthy
1980. Bobby Western vive austeramente como buzo rescatista. Fue un físico prometedor, hijo de uno de los creadores de la bomba atómica, y una vez tuvo en sus manos decenas de antiguas monedas de oro, herencia familiar para él y su hermana. Tras un último trabajo insólito –descubre un avión hundido en aguas profundas, con solo nueve cuerpos de 10 reportados y sin la caja negra–, empieza a notar que lo vigilan.
Así arranca esta saga crepuscular de Cormac McCarthy. El pasajero / Stella Maris (Random House, 2022), dos novelas en uno con las que el maestro estadounidense reaparece tras más de tres lustros. No son su mejor trabajo (Meridiano de sangre, Sutree, La carretera, Todos los hermosos caballos) pero están muy por encima de sus libros menos mejores. No hay nada malo si de literatura del buen Cormac se trata.
Nos ocuparemos ahora de El pasajero, 430 páginas en las que se alternan las vivencias de Bobby con una breve relación de los delirios alucinatorios de su hermana Alicia, una joven genio de las matemáticas que sucumbió años antes a la esquizofrenia. Desde su suicidio en 1972, Western malvive en una suerte de penitencia autoimpuesta.
Bobby vive en la soledad y hermetismo totales. El pasado no lo abandona. Es como si hubiera renunciado a cualquier posibilidad y tan solo esperara durar. “La masa de agua moviéndose por encima de él. Sin tregua, sin tregua. El ejemplo perfecto del implacable transcurrir del tiempo” (110).
McCarthy entrega acaso sus dos novelas más introspectivas y filosóficas, pero aun así, no omite los diálogos insuperables y la ambientación, que no descripción pura y simple, tan única e inconfundible. En esta suma de momentos, trasciende, inevitable, la sensación de que hay algo oculto. “Tiempo anormal. Relámpagos finos y breves. El mar interior. Cuna de occidente. Una delicada vela agitándose vacilante en la oscuridad. La historia toda un ensayo para su propia extinción (414).
La culpa no solo hunde, a veces más bien puede mantener a flote. Autocastigo, penitencia, razón de vivir, finalmente. Esta es una novela (la saga, en realidad) de fuga y persecución, sin llegar a rozar el policial. Es una novela, además, de una profunda abstracción de los devaneos mentales, de la locura como escape interno, como catarsis y refugio. Querer y no querer irse de sí mismo. Entender que uno no puede huir de sí mismo.
Tenía trece años. Él estaba en su segundo año de posgrado en Caltech y al verla aquella noche de verano fue cuando supo que estaba perdido. Con el corazón en un puño. Su vida ya no le pertenecía (202).
Y sí, Bobby tiene de qué temer, más allá de su propia amenaza de vergüenza y remordimiento. El gobierno usa el pretexto de la fortuna sin claro origen –Bobby la despilfarró durante años corriendo coches de lujo en Europa– y le da muerte civil. Le congelan las cuentas, el pasaporte y lo dejan libre, pero proscrito.
Se podría pensar que las huellas y los números le dan a uno una identidad concreta. Pero pronto no habrá identidad tan clara como la de no tener ninguna. La verdad es que todo el mundo está bajo arresto. O lo estará muy pronto. No necesitan restringir los movimientos de la gente. Solo necesitan saber dónde está uno (320).
La culpa, la evasión, la soledad y la incertidumbre destruyen no ya solo el amor propio, sino la identidad. Western no llega a tener una crisis existencial; lo suyo va más allá, es un rechazo a ser y estar.
En este abismo, solo la presencia de ella lo mantiene. Cuando el tiempo y el olvido amenazan con alejarla definitivamente, sobreviene el horror por la debacle que hasta entonces había evitado.
Estando en Nueva Orleans había abandonado el hábito de hablarle a ella porque se había sorprendido a sí mismo hablando solo por la calle o en un restaurante. Ahora volvía a hacerlo. Le preguntaba su opinión. Cuando a veces intentaba contarle por la noche cómo le había ido el día tenía la clara sensación de que ella estaba al corriente.
Y luego todo empezó a perder cuerpo. Supo cuál era la verdad. La verdad era que la estaba perdiendo (357).
Como hizo ya con muchos de sus personajes, McCarthy también traza para este un destino de trashumancia y frugalidad extrema. El autor estadounidense no se resiste a uno de sus fuertes: el dominio de la vida bucólica y de extrema austeridad: fogatas, sobras o menjunjes para comer, noches al aire libre o en chozas derruidas; interminables caminatas bajo las estrellas, silencio casi perpetuo. Silencio de la voz, no del pensamiento y sus devaneos que traza magistralmente.
La contemplación del mundo como idea de vida en vez de la sociedad, maquinaria inclemente.
Si llevas el pasado contigo al campo de batalla encontrarás la muerte. La austeridad levanta el ánimo y centra la visión. Viaja ligero. Basta con unas cuantas ideas. Todo remedio para la soledad no hace sino posponerla. Y se acerca el día en que no habrá ya ningún remedio (425).
"El autor estadounidense no se resiste a uno de sus fuertes: el dominio de la vida bucólica y de extrema austeridad: fogatas, sobras o menjunjes para comer, noches al aire libre o en chozas derruidas; interminables caminatas bajo las estrellas, silencio casi perpetuo. Silencio de la voz, no del pensamiento y sus devaneos que traza magistralmente".
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