Un retrato de un espacio vital para las artes escénicas en la ciudad de La Paz.
Caminar por los recovecos de La Paz siempre es agradable. Me encanta poder dar vueltas y vueltas por la ciudad. Doblarme los tobillos con los baches olvidados, las bocinas y la contaminación auditiva no me molestan; es más, diría que hasta son experiencias que aprecio bastante, y siempre descubro una que otra casa bonita que piropear, que me quedo mirando.
Me pregunto quién habrá vivido allí, fantaseo cómo viviría yo en las casas antiguas y ruego porque la pala demoledora no las encuentre. Así paseo en el centro. En el sur me pierdo. La forma circular de la avenida Montenegro me desorienta y las calles sin salida que conforman su radio me molestan. Sinceramente, me parece todo igual, y siempre llego tarde. Sin embargo, allí en las callecitas espirales de San Miguel, hay un punto de referencia para mí, un punto que –en todo sentido– me orienta: la Casa Grito.
Conocí la Casa Grito cuando esta era aún una bebé y estaba en Los Pinos. En esos momentos, allá por 2019, se sentía aún provisoria; cuando llegó a los laberintos de los bloques de San Miguel encontró su lugar definitivo y se dejó soltar en colores. Encontró una casita que se permitió pintar, se dejó mover los muebles y accedió al mobiliario preciso para crear teatro. La casita de los bloques sanmiguelinos se convirtió en un espacio donde la teatralidad se mezcla con las buenas charlas, con el trabajo grupal y con la creatividad, a veces todo al mismo tiempo.
Dirigida por el Teatro Grito, poco a poco se convirtió en uno de los pocos espacios escénicos de esta ciudad que sobrevivió todos los golpes de la pandemia y nuestras crisis políticas anuales. Los conté y ni siquiera necesité calculadora: hay menos de diez espacios culturales dedicados a las artes escénicas en una ciudad que no es tan pequeña como pensamos.
En esta chiquita red escénica, Casa Grito inhala y exhala teatro en todas sus dimensiones: se la pasa creando en las tablas, poniendo en escena las obras propias del Teatro Grito y las de los amigos, conocidos y por conocer; allí los talleres son una idea y una realidad; son las tres dimensiones de ensayo, error y acierto; es un espacio de charlas, de premiaciones, de stand-up, música, baile y juego; y allí existe hasta un espacio de la buena administración y de las negociaciones esperadas, donde renació el tan anhelado FITAZ en 2022. En el patio o en la salita de espera, el teatro también nace de diferentes maneras, desde la discusión. A veces hay que esperar, y otras se hace la sobremesa teatral, y eso es también lo que se necesita en los espacios culturales: un lugar donde se pueda dialogar y construir teatro desde el análisis y la charlita de café o de cerveza. Uno que otro se puede ir al columpio de pared para recordar movimiento a movimiento la obra que acaba de ver y volver a la charla para esparcir sus ideas de espectador fascinado.
Esa pequeña casa cada vez se vuelve más esencial. Por un lado, en la difusión de las nuevas y no-tan-nuevas obras teatrales en La Paz; pero también en la formación actoral, de crítica y del espectador. Y esto es algo importantísimo, porque no solamente necesitamos más producción escénica, sino que necesitamos más gente que la vea, y que no sean los mismos de siempre, porque eso ya aburre. Todo se trata de crear redes entre artistas y también afianzar la relación con los espectadores, hacerlos cada vez más caseritos. La idea es que algún día, como constelación, crezca exponencialmente el público, los artistas y los espacios. Ese es el objetivo de un “hijo bobo” (como diría Carmencita Guillén): sabemos que un teatro no nos hará millonarios, tal vez nos dará para comer y así conseguir una que otra proteína; pero, el amor producido por el dolor de mantener un espacio cultural nunca se desvanece, es más, se convierte en ese último y gran impulso para convertir a La Paz en la ciudad escénica.
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