Una reseña del más reciente filme del director mexicano Alejandro González Iñárritu, protagonizado por Daniel Giménez Cacho.
Bardo, la última película del director de Amores perros, 21 gramos y Babel, es una experiencia onírica que nos remite al menos a tres instancias de la condición humana: i) los sueños y las expectativas que nos formamos sobre nuestro propio futuro, ii) la importancia del arte para unir conocimiento con experiencia y iii) las posibilidades de la creación como manifestación explícita de las fronteras políticas, sociales, culturales e históricas.
Estas tres instancias no funcionan de manera separada. Se complementan y se ramifican en distintas variables emocionales y verbales que demuestran nuestro paso por el mundo y el tipo de relaciones que tejemos, mientras tanto, con las demás personas.
Pero, ante todo, lo que nos muestra esta cinta es que el peligro del anquilosamiento está presente en cada paso que damos al ver el camino recorrido como la permanente conclusión de una narrativa que tiene que estar direccionada hacia el éxito. Cuando lo que sucede, y nos lo dice Bardo de muchas maneras, es que la vida no es un éxito o un fracaso y que esas etiquetas son solo simplificaciones de vidas que no logran verse de cerca ni entenderse en su conjunto.
La narrativa se fragmenta porque simplemente se observan los momentos de gloria, pero los fracasos no entran al recuento. Y quizá por ello, en esta película, González Iñárritu reconstruye desde la parábola y desde la parodia, momentos clave en la historia del México contemporáneo. Y es que, en ese sentido, la lectura de la historia sirve para visitar la fisonomía de la identidad del mexicano, que no es tan distinto del latinoamericano en general.
La historia, por ello, no es una cronología original o real. Es la construcción de un relato que tiene objetivos y tiene una intencionalidad. Encuadra un momento para realzar y dotar de significado a figuras políticas o culturales que se las presenta como los grandes artífices de la historia, pero al hacerlo, se llena de humo y se resta a otras personalidades que también influyeron en el decurso de la historia.
Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado, controla el futuro. Esa es la consigna implícita en Bardo,que reconoce que la historia y la cronología también dependen del poder de turno que escribe y coloca en un lugar determinado a los actores dentro de la historia. No en vano el personaje principal, Silverio Gama, es un documentalista al que le llega el momento de gloria dentro de su profesión, pero al hacerlo debe enfrentarse a su propia condición de creador y ser humano.
La tensión narrativa de la cinta se aliviana con la fotografía y con el sonido que cumplen las labores de subrayar el carácter onírico y fabulatorio de lo que observamos. No lo disuelve, más bien, lo llena de otro espesor que tiene que ver con la composición de los colores, y la tensión narrativa con el manejo de la cámara y los planos secuencia que se empalman sin disolverse por completo en el negro.
Así, esta película es una gran lección sobre cómo narrar la historia mientras no se pierde el foco de atención en los actores que hacen la historia. Lo individual junto a lo colectivo, lo individual, junto con lo social y lo global en disputa con lo local. Todos los debates del presente están dispuestos en esta película que pese a su extensión no pierde hilo con la realidad ni soslaya la autocrítica ni la sátira como ejercicios de autoconocimiento.
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