Nuestra habitual cronista y reseñista de teatro desmenuza la obra saenciana recientemente estrenada en La Paz. Dos soberbios primeros actos y un tercero algo denso, opina.
Lamentablemente, el centenario del nacimiento de Jaime Saenz pasó sin pena ni gloria. Se realizaron homenajes en algunas pocas instituciones, pero, en varias instancias oficiales, este aniversario fue ignorado. No quisiera saber qué pasará en un bicentenario, pero, si quienes lo seguimos leyendo y analizando no queremos que Saenz muera con nosotros, hay que insistir con la importancia de este autor en esta sociedad que lee poco.
Octubre inició con el estreno (en su versión completa) de la obra La noche del viernes en el teatro El Galpón. Después de tanto tiempo, pudimos ver una obra de Saenz llegar a las tablas. No son pocos los grandes novelistas y narradores latinoamericanos que escribieron muy interesantes obras teatrales que no se llegaron a poner en escena y cayeron en el olvido. Y Saenz no fue la excepción. Su dramaturgia también fue relegada a un segundo, tercer o cuarto nivel.
La puesta en escena de La noche del viernes tuvo una muy buena producción. Bajo la dirección de Freddy Chipana, incorporó a actores y actrices de renombre y una cantidad considerable de extras, como lo requiere la obra. La escenografía y la producción de luces, con una vibra de expresionismo alemán, fueron impecables y reflejaron muy bien no solamente el texto representado, sino también el mundo saenciano en general: los cambios siniestros, la confusión, el diálogo delirante que oscila entre temas mundanos, sociales y fatales.
Tengo la impresión de que esta obra se trata de un descenso a los infiernos en tres actos. Se empieza con lo cotidiano para seguir con lo onírico y terminar en el encuentro con el demonio. Ocurre en una sola noche, la del viernes, de la fiesta, de los tragos y de los delirios. La noche del viernes es cuando dejamos todo atrás, la noche en la que, con el impulso del cansancio, seguimos avanzando, nos tomamos un kaj y nos sumergimos en nuestras ideas y nuestras pesadillas.
La obra se divide en tres actos que no tienen relación entre sí en cuanto a trama, pero sí en cuanto al tono y las temáticas saencianas que son fácilmente reconocibles si es que estamos familiarizados con el autor. El primer acto se enfoca en la historia de un peluquero, podríamos llamarlo un personaje desclasado, que va escalando en sus aires de superioridad. El segundo acto está centrado en la pareja entre un herrero y su esposa, en su lento declive hacia el odio mutuo. La última parte se concentra en tres personajes que, después de tener una celebración, se encuentran con un demonio.
Debo afirmar que los primeros dos actos fueron mis preferidos. El personaje central, el peluquero, busca, en su vocabulario y su falsa sensación de superioridad ante los indígenas, ratificarse como un ser superior. Es un acto muy gracioso, porque es un personaje ensimismado que realiza un breve soliloquio con enredos y reflexiones, que son muy propios del humor que encontramos en algunas novelas de Saenz. Oscuro, sí, pero también muy perspicaz. La actuación de Kike Gorena fue clave en esta primera parte de la obra, ya que me recordó a diferentes personajes de la obra saenciana. Este peluquero tranquilamente podría ser un personaje excéntrico de Vidas y muertes.
El segundo acto toca primero las aguas del humor, para luego acercase a lo siniestro que puede ser el inconsciente. Empieza con una pelea marital del herrero con la “señora petulante con sus petulancias”, para luego llevarnos a la “pesadilla de la mordaza”. Este es un acto que oscila entre el mundo real y el onírico, en los que somos verborreicos y luego amordazados. Y, por otro lado, también soñamos que callamos para siempre al otro, que le ponemos la mordaza. Creo que este acto, con una actuación brillante de Patricia García, nos hace preguntarnos si realmente podemos callarnos, o si nuestro silencio solo llega con nuestra muerte.
El tercer acto me produjo algunos sentimientos encontrados. Tenemos a tres personajes, Anacahuita, Deodato y Ratón Pérez, quienes celebran y realizan un diálogo con una especie de teorización sobre la obesidad, que podría descifrarse como una crítica al consumismo y al capitalismo. Pero entonces aparece un demonio que dialoga con estos tres personajes al son de los gritos desesperados de unas mujeres.
El demonio, interpretado por Luis Caballero, tiene largos soliloquios, y es aquí donde comienza a haber un problema. Los textos del demonio son muy extensos, por lo que Luis Caballero demostró un gran trabajo y dedicación al poder aprender esa gran cantidad de diálogo. Sin embargo, esta situación, sumada a que el actor no podía moverse mucho debido a que estaba encima de una plataforma, resultó en algo demasiado complejo y largo para el espectador promedio.
Este tercer acto es de una gran complejidad textual y, al tratarse de una bestia de la literatura como Saenz, no hubo la posibilidad de recortar o modificar parte del texto. El problema es que esta obra es diferente cuando es leída, cómodamente, en un sofá. Como espectadores teatrales no tenemos la misma capacidad de concentración y de precisión de análisis que como lectores. No tenemos el mismo tiempo para detenernos en el texto, y, justamente, me parece que el espectador de La noche del viernes no logró absorber todas las ideas de este tercer acto.
La obra es “textocéntrica”, sobre todo al tratarse de Jaime Saenz, por lo que llama a preguntarse, ¿se puede hacer modificaciones a un texto escrito por nuestra huaca literaria o eso sería simplemente una mutilación sacrílega? Freddy Chipana se preguntó: ¿cómo hubiera montado Saenz su propia obra? Y es algo que será muy entretenido conjeturar en el escaso análisis teatral que existe en Bolivia. Es algo que también me pregunto, así como me cuestiono: cómo Saenz la hubiera puesto en escena en los 70, y cómo la hubiera puesto en escena hoy en día.
Quizás algunos textos no siempre tienen que ser sagrados.
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