,Un homenaje, desde la lectura, al escritor, traductor y cineasta Paul Auster, unos de los escritores más aclamados e influyentes de los últimos 40 años.
La lectura, más allá de una intuición, intención o vocación instructiva o informativa, es también, y mucho, complicidad, conexión, un diálogo que atraviesa –y vence– al tiempo y al espacio. Un evento íntimo e individual toma cualidad colectiva, nos hace sentir que estamos menos solos, que somos parte de algo más grande e inasible. Accedemos no solo a la imaginación de otra persona, sino también a su percepción y concepción del mundo. Así, establecemos una suerte de relación, no exenta de afecto genuino, con ciertos autores y autoras, como la que he estado viviendo, y perdurará, lo sospecho, con Paul Auster, cuya grata obra quiero hoy ponderar.
1. En Auster uno encuentra la extrapolación de lo individual y de lo social, atravesada por una profunda reflexión existencial. Las glorias y las miserias individuales se entraman con el desasosiego y la derrota que conlleva enfrentarse al mundo. El mundo es a veces un lugar demasiado complicado, vasto y oscuro. Si en sus libros más bien autobiográficos, como Diarios de invierno o Cuaderno rojo, Auster privilegia la vida de pareja, la vida familiar, la infancia y la soledad, sus personajes –en no pocas de sus obras– viven más bien un intenso conflicto con el mundo. La relación que la mayoría de sus personajes establecen con el mundo, representado generalmente por la ciudad, y particularmente por Nueva York, es un combate que no se vive colectivamente o desde una identidad nacional o americana, de la cual en muchos momentos de sus textos, sobre todo en los que tienen que ver con las memorias, reniega, sino que la lucha es entre el hombre y el mundo, el individuo vs la ciudad; el destino, el valor, las capacidades y la voluntad de un hombre contra todos, contra el poder, contra el otro. Unas veces se trata de un hombre joven y “prometedor” como el Fogg de El Palacio de la luna o el Nashe de La música del azar o de un hombre maduro, quien, como en El libro de las ilusiones, ha perdido a su familia y el sentido de la vida; y otras veces acompañamos a los hombres (detectives, editores, escritores) despojados, enfermos y atormentados de La noche del oráculo o la Trilogía de Nueva York. Una de las claves para que sea tan intrigante como conmovedora la lucha ante el destino desde la capacidad, la voluntad o el amor de estos hombres devenidos en arquetipos en Auster, está en que sus personajes son sobre todo humanos: faliblemente humanos, inteligentemente humanos, sensiblemente humanos, dramáticamente humanos. Precisamente los tópicos del destino, de la voluntad y del azar se ven reflejadas en varias de sus novelas.
2. Otro aspecto interesante es el del dolor y la autodestrucción, que se manifiesta a veces en forma de enfermedades o de tragedias y otras bajo la forma de francos autosabotajes. Los personajes de El palacio de la luna y de La música del azar parecen forzar los límites, quieren saber qué tan bajo pueden caer, qué tan mal pueden estar. En La noche del oráculo, un error, una tontería, o una jugarreta del destino, cambia la suerte de Nick Bowen. El protagonista de El libro de las ilusiones también revela una espiral de autodestrucción y excesos, abismo del cual logra emerger gracias al estudio del cine mudo. El azar, el destino y la realidad se entrelazan no solo como un recurso narrativo que complejiza y teje la trama. Aquí, la palabra texto remite fervientemente a su etimología textil. Los enlaces, superposiciones y el hilado de los argumentos, muy bien logrados, nos llevan a finales que albergan al asombro, a la idea de incompletitud, o a la tragedia pura, pero que nunca decepcionan, ni siquiera cuando se oponen al imaginario hollywoodense del final feliz como en (spoiler alert) las dos novelas mencionadas al principio de este párrafo, El palacio de la luna y La música del azar. Y en todos los protagonistas de estos libros se advierte también una pulsión por el encierro, por el aislamiento del mundo, ya sea en una remota casa en la montaña, en un departamento alquilado subrepticiamente, en una vivienda donde no hay nada más que libros, o en un bunker sin puertas ni ventanas.
3. Las tramas de Auster son intertextuales y autoreferenciales. Hay libros dentro de libros, tipos que escriben libros, que tienen lecturas (de libros reales), la convivencia de hechos ficticios con factos reales, que se superponen, se solapan, devienen en causas y efectos unos de otros. Como buen lector, obsesivo, como él mismo se definía, una de las recurrencias de Auster es hablarnos de los libros que sus personajes leen o escriben. El Sydney Orr de La noche del oráculo escribe una novela en un cuaderno azul. En el caso de El libro de las ilusiones, el cine, que fue también en la vida real una pasión y un oficio, es un tema en el que nos revela experiencia y maestría, así como en la compleja y completa construcción del personaje de Herbert Man, un verosímil actor y director del cine mudo a quien Auster inventa y a quien coloca a la par, e incluso por encima de Buster Keaton y de Charles Chaplin, aunque el libro ni siquiera “se trata” de él, sino de la redención de David Zimmer. En ese libro podemos reconocer la gigante capacidad narrativa y argumental de Auster y la de expandir su historia al interior del libro y fuera de él, como es el caso del guion, y posterior película, estrenada finalmente en 2007, de La vida interior de Martin Frost, donde se ahonda sobre un personaje de la novela y donde se lo “independiza” y se lo lleva al cine. En la edición de Seix Barral es imperdible la entrevista que, a manera de prólogo, le hace la novelista, periodista y ensayista Céline Curiol, donde Auster expone muchas de sus reflexiones sobre el séptimo arte y su relación con la literatura.
4. Mi primer libro de poemas, como la mayoría de los primeros libros de poemas, me ruboriza de vergüenza. Se llama Cuaderno rojo, lo publiqué de forma independiente en el año 2002, cuando tenía 26 años. Había leído algún artículo sobre Auster pero entonces no lo distinguía de Auden y llanamente desconocía la existencia de un libro llamado igualito, Cuaderno rojo, escrito por Auster. Azar del azar. En este libro, de corte autobiográfico, se narra un episodio impresionante y que da cuenta una vez más de una literatura vívida, fluida y cinematográfica que no renuncia jamás a una actitud poética. Es el incidente de la niñez del escritor en el que un chico es alcanzado por un rayo mientras cruzaba, por debajo, jugando, una alambrada en plena tormenta, junto al grupo de amigos de Auster. La muerte estaba allí a solo unos metros o unos segundos de distancia. El autor reconoce ese suceso como fundante de su inquietud escritural y como un motor de su energía vital. El azar ha sido no solo un protagonista de su obra sino también de su vida, y esa fortuna quiso que sus abuelos residieran en el mismo domicilio donde antes había vivido nada menos que Antoine de Saint-Exupéry mientras escribía el famoso El Principito (y otros libros menos famosos) o que llamaran por error a su departamento en 1980 preguntando por la agencia de detectives Pinkerton, evento que disparó la trama de Ciudad de Cristal, novela que más adelante, junto a Fantasmas y La habitación cerrada conformarían la afamada Trilogía de Nueva York, en la que, con una prosa aguda, vibrante y hábil, refresca saludablemente las formas tradicionales del género detectivesco. Vida y obra, imaginación y biografía trasiegan, discurren y dialogan por las páginas de sus libros.
5. En Diarios de invierno, un libro escrito en segunda persona singular, a los 64 años de edad, consigna, sin ningún orden cronológico episodios que van de su infancia y pubertad, marcadas por la pobreza, hasta la larga, dolorosa y profundamente reflexiva recuperación y convalecencia de un accidente de tránsito. El autor neoyorquino ensaya una biografía en la que hay que subrayar la vocación y capacidad de convertir en literatura el inventario, el recuerdo, la anécdota, incluso el mero recuento de los veintitrés domicilios en que habitó desde su infancia hasta el momento en que el libro fue escrito, fragmento del diario que no puedo evitar relacionar con el texto “La rue Vilin”, el catálogo de la calle parisina que propone George Perec en Lo infraordinario. Lo trivial se hace alta lectura en buenas manos. Hay también una preocupación, o una reivindicación, de la vida ante la muerte. La vejez, el amor, el sexo, el cuerpo, la profesión, la trascendencia, son parte de este libro que es tan enternecedor como terrible, tan cruel como esperanzado.
6. Si bien la ciudad de Nueva York en algunos momentos es un monstruo, un leviatán que acecha a sus personajes (“la ciudad persigue a sus locos”) también es un espacio de añoranza, una constante espacial, una escenificación con vida propia. En ella sus personajes también, como él mismo, aprenden a ser felices, a pasear por los parques, a elegir con fruición cuadernos azules. Aquel universo en que se desarrollan sus novelas están ataviadas por el imaginario americano del siglo XX: hipódromos, autopistas, edificios de departamentos, automóviles, cultos ocultistas, naturalismo, el mundo del espectáculo, bienes raíces, béisbol, etcétera. Situaciones y locaciones que consiguen sostener un cuerpo, una tramoya narrativa en la que brillan las palabras hábiles y certeras de Auster, no importa que sus historias puedan ser edificaciones ambiciosas y desmedidas, puntuales anécdotas o imágenes infinitesimales.
7. El torrente natural que le permitía ser no solo un autor prolífico sino uno exitoso y respetado por la crítica literaria, lo llevó a publicar más de 30 títulos, lo cual ya es bastante para un solo hombre. No he tenido la suerte aún de leer todos sus libros y conscientemente he postergado la vista de sus películas. Quizás sea esta la hora de volver a acercarme a este compadre, a este cómplice a estas alturas imprescindible para entender mis búsquedas lectoras. Tal vez la literatura toda, la palabra escrita, no sea más que un intento por desentrañar los misterios de la vida, del mundo que habitamos y de nosotros mismos. Auster lo intentó con esfuerzo y honor, y ha dejado una huella imperecedera. Después de todo, citando La habitación cerrada, “Todos queremos que nos cuenten historias” y el hombre fue un maestro en ese oficio aunque, como escribe en el mismo libro: “Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo”.
Ilustración: Frank Arbelo
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