A pocos días de que en Bolivia se celebró el Día del Niño, va esta reseña de un libro del impasible escritor estadounidense, pero a la vez una reflexión sobre la realidad y la cotidianidad de los niños.
Hoy es el Día del Niño. Me lo recuerdan las ingentes cantidades de anuncios que invitan a comprarles algo a nuestros pequeños y así garantizarles una felicidad cuantificable; algo que se pueda adquirir, medir, fotografiar. Porque el bienestar de los niños es en sí incuantificable, marca indeleblemente su futuro: tras esos primeros años, todos vivimos luego –como adolescentes, adultos y ancianos– reviviendo las circunstancias de nuestra infancia, las sensaciones asociadas, los maltratos, las injusticias y también los flashes brillantes de felicidad.
Stephen King piensa mucho en los niños, también. Ellos son los valientes protagonistas de novelas inolvidables, como It, o La chica que amaba a Tom Gordon. Los niños y niñas de sus historias son resilientes, solidarios e impacientes con los adultos, quienes viven enfrascados en sus vicios y rencores.
Pero ¿qué pasa cuando los adultos deciden poner su atención en los niños? Peor aún, ¿qué pasa cuando un talento, una habilidad, podrían ser utilizados por ellos como un arma? El niño como producto, el niño como mano de obra, no como sujeto de derechos. No importa que en El instituto –la novela de King a la que ahora nos referimos– se hable de una situación ficcional en la que la telequinesis y la telepatía son las protagonistas. Lo que subyace en esta absorbente novela publicada en 2019 es el maltrato naturalizado y sistemático de los adultos hacia los niños a los que consideran de “su propiedad”.
Los derechos de los niños son una novedad, un concepto que era inexistente hasta después, incluso, de la Segunda Guerra Mundial. La literatura para niños también pasó por una evolución, ya que se los consideraba pequeños adultos hasta finales del siglo XIX y no se escribía pensando en ellos como lectores. Sus intereses, su mundo interior, estaban supeditados al deber ser de la sociedad, que los aprovechaba en cuanto se los podía poner a trabajar. En muchas partes del mundo, todavía hay niños y niñas (más que nada niñas) que no acceden a la escuela, que hacen trabajo manual muy duro y que se ven recompensados con maltrato y poquísima comida. El bienestar de todos los niños es, por tanto, todavía un ideal.
En El instituto los niños especiales despiertan en un cuarto sin ventanas que parece ser el suyo, pero que en realidad no lo es. Han sido secuestrados y su espantosa rutina no tarda en empezar. Hay alcohol y cigarrillos disponibles, además de otros snacks y juegos, a través de tokens que están relacionados a la obediencia y ayudan sobre todo cuando los médicos empiezan a hacerles pruebas y colocarles dolorosas inyecciones con sustancias tal vez innecesarias. La mayoría del personal de este instituto es simplemente indiferente a su sufrimiento, aunque hay un par de espantosos guardias que se regodean en el dolor ajeno. Los sádicos.
Es sabido que la mente de Stephen King funciona como una gran caja de resonancia: debe él mismo tener cierta habilidad telepática, porque puede transmitirnos pensamientos y flashes de memoria de la manera más vívida imaginable. Tal vez porque es un drogadicto recuperado: muchas veces las sustancias controladas sirven para bajarle el ritmo al inputsensorial constante de los otros.
Y no solo es un maestro del terror, también ha pensado durante más de 40 años en la telequinesis; las consecuencias de un enfrentamiento nuclear; la probable existencia de demonios y mundos paralelos. Para acercarse a excelentes ejemplos de telequinesis hay que leer a Carrie, y para saber de telepatía y alienígenas hay que leer Los Tommyknockers. El instituto es una obra cumbre, una forma lenta y despiadada de conmovernos respecto al sufrimiento de unos niños, valientes y solidarios entre sí, que descubren que juntos pueden constituirse en una fuerza descomunal, formidable e inimaginable para sus carceleros adultos.
Los secuestros, además, hablan de un tema doloroso y recurrente: la enorme cantidad de niños y niñas desaparecidos. Se calcula que son 300 al año en El Alto, millones al año en América del Norte.
Con reminiscencias que nos llevan a los campos de concentración de Auschwitz, pero también a cualquier prisión actual, desde Guantánamo hasta los sótanos donde los rusos abusan de las niñas en Ucrania, King demuestra también que es un experto en la maldad del corazón humano. Como él dice: “El mundo es un lugar que asusta, no solamente en los Estados Unidos. Estamos en la casa embrujada, en el tren de los fantasmas, de por vida. A veces nos asustamos más que otras, pero a todos nos gusta que los monstruos de nuestra imaginación se enfrenten a los de verdad”.
Una de las funciones de la literatura es contar la historia de la derrota del monstruo y así encender la chispa de la esperanza. La Declaración de Principios Universales del Niño, realizada un 12 de abril de 1952, también es una chispa en la oscuridad, un manifiesto en contra de la desigualdad y el maltrato que sufren los niños en el mundo.
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