Una aproximación desde múltiples perspectivas a la más reciente novela del escritor cochabambino.
Entrar en la Amazonía es entrar en la espesura. No solo por la obviedad de ingreso en un espacio habitado por la abundancia de especies y estructuras vegetales, sino porque actualmente se ha convertido también en un sitio que podríamos llamar, parafraseando a Saer, “la espesura de lo real”, un lugar que condensa a escala el mundo y sus daños: ecodevastación, necropolítica, tráfico de todo tipo, turismo psicotrópico, etc.
Por si esto fuera poco, Edmundo Paz Soldán, en su reciente novela La mirada de las plantas (Nuevo Milenio, 2022), instaura allí un peculiar laboratorio que, dirigido por el Dr. Dunn, está empeñado en dos tareas: investigar con “voluntarios” los efectos de cierta planta alucinógena, captar esos datos en una máquina y, por algoritmo, crear después un videojuego en el que se realice la fantasía de “drogarse sin drogarse”, sin exponer el cuerpo. Algo así como un viaje a salvo, atestado eso sí de imágenes delirantes para nuestros ojos hambrientos de ver todo. Paralelamente, exploran otro efecto 3D llamado “encarnación virtual”, una experiencia oximorónica de ser otro por medio de avatares. Como bien dice uno de los personajes, las plantas y las máquinas nos demuestran que no hay algo como un “yo”. Somos otro y queremos verlo, queremos que él a su vez nos mire.
Rai es el coprotagonista. Un psiquiatra encargado de cuidar los efectos y “malos viajes” de los voluntarios. Es también una encarnación del usuario arquetipo de los dispositivos digitales; tanto lo ocupa tomar fotos no autorizadas de sus pacientes para convertirlas en el porno del deepfake, como explorar las plataformas digitales, recibir notificaciones, enviar y recibir mensajes… Su vida se irá multiplicando en dimensiones sucesivas: él como doctor, como consumidor, como jugador, como sujeto de prueba y alter ego de Dunn, como hijo de una organizadora de concursos de belleza, como avatar y encarnación del propio Dunn, etc.
Selva y redes digitales, dos espesuras
Confluyen pues en esta obra dos tradiciones portadoras de sus propias densidades. La novela de la selva y cierta novela de ciencia ficción basada en dispositivos, máquinas y experimentos científicos. Si desde la segunda línea algún guiño a Bioy Casares es percibido, desde la primera los intertextos son más numerosos (o, para mí, más localizables). De los varios posibles, destaco tres por lo que aportan como soporte, como fuente y como interlocutor de esta escritura. La novela más reciente de Juan Pablo Piñeiro, Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), también dedicada a la Amazonía y que explora los viajes iniciáticos tanto como denuncia los negocios allí instalados resuena afín. La investigación de Joseph Zárate sobre esas silenciosas guerras del interior que, desde nuestra in-conciencia, están tomando zonas de nuestro continente no solo provee datos, también aparece como atmósfera y como condición de vida de varios de los “voluntarios”. El homenaje a La vorágine de José Eustasio Rivera es notable. Se dialoga con la denuncia de las explotaciones que, desde entonces, inicios del siglo XX, a hoy se han yuxtapuesto en la zona (caucho, castaña, madera, etc.) devastándola. En la novela del colombiano la naturaleza tomaba venganza de sus explotadores y los enloquecía; un delirio que afectaba el lenguaje y a la lógica representacional de la novela misma. En La mirada de las plantas, la relación con el mundo de la selva sigue siendo denunciada como extractivista y violenta; aunque algunos de sus personajes, especialmente Valeria, defiendan y lean en ella los restos de sabiduría indígena, la legibilidad de ritos y lugares y denuncien el maltrato a los suelos por chaqueos o sobreplantaciones de soya; o Yesenia, quien acoge y protege a una paraba sobreviviente del maltrato de tráfico de animales y dice no negociar con esos bárbaros.
En este espacio no solo se alude a los tráficos de especies y a la falta de protección de la “madre tierra” a quien el “compañero presidente” dijo defender y acabó vendiendo. También la habitan traficantes de armas, sustancias, seres humanos y no-humanos. Se realiza allí un provocador “entrenamiento de tropas”, quién sabe para qué guerra. Se esclaviza a poblaciones (cuerpos que no importan, diría Butler) sin otra opción económica de vida: o son esclavos de madereros o se rinden a los efectos de sus cuerpos “voluntarios” en el laboratorio. Por si no bastara, ocasionalmente aparece allí una comunidad de practicantes de cienciología y pequeñas tribus originarias también cooptadas o cercadas por esta actualidad del mal.
En el laboratorio se sintetizan y conviven múltiples niveles de nuestra realidad. Además de lo mencionado, Valeria interpelará el uso de químicos que alteran la pureza de las plantas y las dosis o efectos que la ciencia administra e ignora sobre esos cuerpos. Rai, por su parte, extrae de sus pacientes tanto fotografías como datos. La máquina extrae de ellos sus vivencias y visiones producidas por las plantas-sustancias que recogen por igual traumas, memoria, miedos, alucinaciones. El Dr. Dunn sufre o desplaza al videojuego el dolor de haber perdido a sus hijos y esposa, aunque el avatar suyo tenga otra versión de los hechos. Rai recuerda en sus viajes a una hermana que huyó de casa y es en el experimento siendo otro donde sabrá la causa violenta de esa huida. Allí recordará el mundo de “misses” regido por su madre y también acechado de arreglos in-voluntarios de intercambio sexual de esas modelos con políticos, explotación de cuerpos femeninos y la existencia de la pasarela como única salida económica para varias mujeres, mientras es el negocio de quienes manejan ese mundo. Allí se sabe que la inteligencia artificial es solo una de las visiones de la tecnología, pues esta, como otra planta, tiene las suyas.
Entre la espesura opaca de la selva y la de las redes tecnológicas, es poca la luz que les queda a los usuarios que activan dispositivos sin saber demasiado de las lógicas que movilizan al hacerlo. El vocabulario y las prácticas con dispositivos digitales también sobrepueblan este espacio. Desde el deepfake, las filmaciones intervenidas, el registro visual constante, el estructurarse como un ser conectado (en modo…), consultas de Covarrubias en Instagram, consultas en Google, linchamiento mediático, videos de YouTube, prácticas de glitch, escenas de TikTok, hashtags, memes, etc., una polución satura horas o días de algunos personajes encarnando nuestra realidad ya inseparable de lo tecnológico. Como se afirma en la novela: nuestra relación con la tecnología es pornográfica.
¿Queda el lenguaje intocado después de entrar en esas opacidades?
Si las novelas de la selva ya alertaban de costos y corduras perdidas y ya su lenguaje no pocas veces se teñía de poesía e imagen ante lo ininterrumpido del discurso narrativo, en esta novela el lenguaje también debe pagar sus riesgos. Debo señalar que la osadía del autor al escribir las desmesuras del mundo actual (todas) es grande y que lo lleva a caminar en la cornisa misma de lo probable antes de temer su caída en lo insoportable o insostenible de una novela que aspira a portar todo el peso de su imaginario. Por ello, optar por el fragmento, las formas cortadas de los diálogos vía WhatsApp y un incipiente atisbo de alteraciones en el lenguaje lo salvan de ese despeñadero, al borde.
No se puede pasar por la Amazonía sin herirse de verbo. Ya Otero Reiche había llenado su poesía de todo lo viviente y del movimiento permanente del espacio tropical. Todo en la selva vive y vive excesivamente. Eso, en cuanto al lenguaje que lo refiere, deviene en polución de verbos, de acciones. Nada se aquieta. Paralelamente, pasar por la red digital impregna de polen, ramifica lo tocado. No es solamente un asunto de engordar el vocabulario incorporando todo utensilio de la virtualidad y la digitalidad; se trata de decidir, como autor, cuánto permear el lenguaje de ese otro hablar de los dispositivos. Y más, se atraviesa por desdoblamientos, revelación de traumas, experiencia de terrores, confrontación introspectiva con uno mismo. ¿Puede el lenguaje salir ileso?
Pues evidentemente no. Esa “enfermedad” que ha salido del laboratorio en el cuerpo de sus voluntarios, ejecutores y planificadores se llama en la novela “desorden” y se ejecuta en el lenguaje como imagen, desvío, asociación libre, etc. Si bien una, como lectora, puede expectar todavía más riesgo, algo como una irrupción de poesía que enloquezca el lenguaje, por ejemplo, no es poco lo que altera la narración, especialmente en las últimas páginas de la novela. Así, la frontera entre realidad/ficción o presencialidad/virtualidad o sujeto/avatar, o deseo/uso se radicalizan porosas, permeables, casi ya, irrelevantes.
Un último nivel de opacidad y espesura en esta poética reside en la nota final que, como tantos otros escritores actuales (Giovanna Rivero, Magela Baudoin, Sara Uribe, Cristina Rivera Garza, por citar algunos), explicita tanto sus fuentes e intertextos como su agradecimiento a una comunidad de lectores que son reconocidos como parte del proceso escritural. De alguna forma y cada vez más la escritura no es asunto de un individuo sino de “comunalidades” compuestas por lectores que co-escriben y escritores que leen mientras escriben.
Si las plantas pueden mirar algo escondido, olvidado o alterado en los seres humanos y pueden, además, hablar en un lenguaje que altera y que puede susurrar hasta enloquecer, escribirlas, invocarlas en la escritura, conllevará el hermoso riesgo de adentrarse en la espesura de lo real, en la opacidad del lenguaje, en las resistencias del público lector. ¿Puede lo real hablar?, ¿con nosotros?, ¿en qué red, en qué dato, en qué especie desapareciendo, en cuál de nuestras corporalidades (la del avatar, la del usuario, la del tutorial)? ¿Puede la que fuese “reserva natural” y respiradero del mundo devenir un laboratorio de devastación y tráficos de la in-significancia humana? Quizás, agobiados de imágenes y de saturación de datos, tengamos que admitir nuestra perplejidad y decir, como Sor Juana, que “por mirarlo todo nada veía”. Quizás solo baste un parpadeo, un silencio y, después, seguir inoculando palabras voraces, ejercicios críticos de bisturí, una que otra perturbadora larva que se niegue a mariposear.
“No se puede pasar por la Amazonía sin herirse de verbo. Ya Otero Reiche había llenado su poesía de todo lo viviente y del movimiento permanente del espacio tropical. Todo en la selva vive y vive excesivamente.”
Comments